domingo, 15 de mayo de 2011

7 EL LEGENDARIO CAGÜILA

Boxeadores-buleadores. Bengalas efímeras alumbradoras de burdeles. A un hermano paterno de Romeo, novel boxeador, lo abatieron en un burdel tuxtleco. Se desangró acuchillado. El puñal, recto de espléndida ejecución a las vísceras, lo libró de expectativas.

Boxeadores-boleadores (“Aseadores de calzado, reportero, no menosprecie la maestría”). “Cuesta trabajo creerlo, pero los grandes boxeadores, figuras de fama internacional que conquistaron campeonatos o estuvieron a punto de hacerlo, fueron víctimas de la ignorancia, los malos manejos de los managers, del alcoholismo y de la explotación, y para poder sobrevivir tuvieron que trabajar de ¡boleros! Ésta es una de las páginas más negras y al mismo tiempo más curiosas de la historia del boxeo mexicano: En 1959, Luis Spota habló con quien tenía que hablar y consiguió la autorización para que boxeadores retirados, los que estaban en muy malas condiciones, pudieran trabajar como boleros, con entrada “exclusiva” a las oficinas del D.F., a la Dirección General de Tránsito y a los Estudios Cinematográficos Churubusco”. Rafael Barradas.

Boxeadores-bolencones. Carne molida, sanguinolenta, masacrada de artillería. Niños perennes nacidos de noche, sin cordón umbilical.

Boxeadores-voceadores. Ángeles suburbanos condenados al limbo tras la canina persecución de la gloria. Cerebro tembloroso de flan, esqueleto de fierro, caparazón metálica, músculos galvanizados. Enciclopedias existenciales, cúbicas, ignorantes de la “o” por lo redondo. Jornaleros del morbo popular. Hematomas indelebles en la conciencia colectiva. Mascotas adiestradas de nuestras facetas perversas, cobardes, inconfesables. Mercenarios a destajo de la gente linda.

En el ámbito local de las “orejas de coliflor”, la leyenda del Cagüila, considerado por muchos el primer manager de Romeo Anaya, es una libreta en blanco escrita y emborronada por sus cuadernos. Por sus amigos y enemigos, menos por él. En un mundo de analfabetas, la historia se esculpe a punta de graffiti en las paredes de los retretes de cualquier terreno baldío. Lo hallé en la colonia popular “Doña Josefita Garrido Canabal de González Blanco” de Tuxtla, con más nomenclatura que servicios públicos. Las calles están pavimentadas de chuchos flacos, sarnosos. Es de lámina y cartón el techo de la vivienda, el piso de tierra. Hediondo sudor, un hilo de agua negra escurre en medio del solar. Me recibe cortésmente un hombre con la piel untada al esqueleto, de talla corta y achaques luengos. El legendario Cagüila. Tiene 88 ocho años, las pupilas dilatadas y el iris de ambos ojos cubierto por una delgada capa blancuzca, como de luz congelada en grumos. Los restos de su temperamento se perciben sanguíneos, coléricos, hoy macerados por el trote del tiempo. Advertido con antelación de los propósitos de mi visita, Cagüila me invita a pasar. Conversamos en el patio. A su lado derecho, distante dos metros, atornillada a la silla de ruedas, su esposa observa.

¿Por qué Cagüila? Su apodo original era Coahuila porque le ganó a un amateur de ese estado. Los cuates fueron retorciendo el mote hasta dejarlo como quedó, me explica. Su padre, Roque Ferreiro fue sargento segundo, corneta del ejército. “Mi santa madre lavaba ropa de los militares en un río de Tapachula o no sé de dónde, pero una vez la arrastró la creciente. A raíz de eso se le metió la enfermedad y de ahí vino la muerte”. Falleció en 1934. A Enrique Roque Martínez lo acabaron de criar sus abuelos maternos, doña Rosario Chambé y don Manuel Martínez. “Me trataban como a cualquier animalito, su genio de ellos era diferente y yo nunca le puse atención a su dialecto. Mis abuelos hablaban zoque y lo revolvían con el español cuando hacían alguna fiestecita. Yo quería estudiar pero en aquél tiempo, perdóneme usted, lo primero que decían: ¡Qué estudiar ni qué nada, agarre su mecapal y métale a traer leña! No podía contrariar a los mayores porque ellos son los que mandan. Entonces, me salí de su poder a la edad de ocho o diez años, cuando había portales y no había parque en el centro de la capital”.

Le cuentan que, al morir, su madre le dejó dos terrenos con papeles. Nunca los vio. Escrituras y lotes desaparecieron misteriosamente, le explican sus familiares.
-Sí pues, al pendejo lo jodieron entre todos, lo expropiaron –dice la esposa sin voltear a vernos-. Eran un chingo pero ya se murieron los cabrones ya.
-Mire, yo le voy a decir realmente, no ofendiendo lo que quiere saber: trabajaba de aseador de calzado, de maletero o equipajero o de lo que buenamente caía... Sí, también consumí alcohol...
-No consumía, tragaba, siempre ha sido un gran borracho, un embudo. Hasta la fecha ¿ve’sté? no lo quiere dejar su trago.
-Por eso, pue, dejáme, le estoy explicando al señor, señora... –riñe a su esposa en tono confesional. Vuelve conmigo-. Drogas no.. alcohol y cigarros pa’ qué vuadecir que no si sí.

El Cagüila entró al boxeo a ciegas. Literalmente. “En el teatro Emilio Rabasa organizaban batallas campales. Con los ojos vendados, nos trepaban simultáneamente al ring a ocho o diez muchachos de la edad. Ganaba el último que quedara de pie. Cuando nos echaron del Rabasa nos dieron chance de entrenar en las oficinas de la CTM. Recuerdo a Romeo Nucamendi, Gonzalo estrada y a Juanito Martínez. Nos corrieron pronto porque hacíamos mucha bulla y no los dejábamos oír bien las tonterías que decían en las asambleas, según. En la división mosca junior llegué a pelear a cuatro y seis rounds en el patio de la escuela Belisario Domínguez, en la Matías de Córdoba y después en la Arena Hércules de don Alberto Redondo, donde actualmente está el Hotel Flamingo”.

En una charla sostenida con Jaime Sabines, su poeta esquinero (El Heraldo de México, 1977), la boxeadora mexicana Laura Serrano le pregunta:
- ¿Y a usted le gusta el boxeo, maestro?
- Sí, mucho. Desde chamaco me gustaba ir a ver las peleas.
- ¿Lo practicó?
- Nunca. Jugué basquetbol, y me gustaba la natación. Nadador sí fui de chamaco, y muy bueno, pues vivía cerca de un río. Me iban a reprobar en la escuela primaria porque en lugar de irme a las clases me iba derechito al río Sabinal, que así se llama el río de Tuxtla. La natación era un vicio para mí.
- Tengo una amiga que es admirable como deportista, como todo -comentó Laura Serrano-. Ella ha cruzado cinco veces el canal de la Mancha, y una lo hizo de ida y vuelta.
- Híjole!
- El año pasado rompió el récord de las 24 horas. Mi amiga se llama Nora Toledano.
- Sí, recuerdo haberla visto en televisión, ¡chingona vieja!
- Admirable, maestro. Por cierto me dijo que lo saludara de su parte. Ella también lo ha leído y lo admira.
- Sí, la conozco, la estimo, la vi en televisión esa vez que nadó 24 horas... A mí me encantaba la natación. Y crucé no el Canal de La Mancha pero sí el río Grijalba, que ya son palabras mayores. En la alberca del parque Madero nadaba tres, cuatro, cinco mil metros, como si nada. Lo que es la vida: ahora nado 40 metros y ya estoy sacando el bofe.
-¿Qué boxeadores le gustan, maestro?
- Todos los grandes que ha tenido México. En esa época eran Casanova, Kid
Azteca... Y, claro, oíamos por la radio las peleas de Henry Amstrong, las defensas de Joe Louis... Esto cuando yo era chiquito. Siempre me gustó mucho el boxeo... verlo, claro.
- ¿Y le gusta verlo en vivo?
- Sí, de chamaco iba yo a la arena.

No lo sé de cierto porque el poeta no citó nombres, pero supongo que, Cagüila partiéndose la mandarina en el ring, y Sabines disfrutando los gajos en el graderío, coincidieron más de una vez.

Cagüila eructa su vida con un sonsonete monocorde: “Nadie me enseño a enseñar, yo me fijaba en el modo de los peleadores mexicanos (chilangos) que venían. Por un buen rato me tiré al desperdicio. Luego, con la mujercita que tengo aquí, que es mi compañera María Elena Ruíz, rentamos un lugarcito en la octava sur oriente, por la Plaza del Mariachi. Era una casita de bajaré, con un patio pequeño y un cuartito. Allí improvisamos un gimnasio.

Cuando Romeo llegó a buscar un sitio donde entrenar, ya estaba en custodia de Cristóbal Rosas. Era un jovencito y yo estaba de buen tanto, pues acabo de ajustar, hablando así realmente, los 88 años. Iba con otros chamacos. No es muy grande el campo, pero si gustan pueden disponer de mis cosas, les dije. Durante un tiempo compartimos manoplas, guantes, pera y costal en forma tranquila. Algunos muchachos le ayudaban a hacer dos o tres rounds de guantes. Lo llevé a pelear a varias plazas del estado. Cuando agarró más confianza me dijo:
-Ora sí, me voy a entrenar a México, Cagüila. ¿Ningún problema?
-No, ¿por qué? Yo te he brindado lo que buenamente he podido. Allá hay más facilidades, más gimnasios, te conoces mejor con Cristóbal... ¿cómo puedo decirte quédate? Ai cuando gustes venirme a visitar...”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario