domingo, 15 de mayo de 2011

13 ERA UN REY DE TAZCALATE

Después de doblegar y retirar del boxeo al pundonoroso Julio Guerrero, alias Barretero de Tula, como antes hiciera con Alfredo Pollo Meneses, Romeo defendió exitosamente su cetro nacional ante Salvador Carrillo, el Güero Papero, en Guadalajara.

En enero de 1973, sorprende a tirios y troyanos arrebatándole en sólo tres vueltas el fajin universal a Enrique Maravilla Pinder, monarca reconocido por la Asociación Mundial de Boxeo (AMB), en su guarida centroamericana. Y calzando zapatillas ajenas: “Las que yo había encargado nunca llegaron. Mi sparring me prestó las suyas. Me quedaban grandes. Eran nuevas y en el primer round me la pasé resbalando como en pista de patinaje –recuerda Anaya-. En el descanso pedí brea y me la negaron. En el segundo seguía sin poder apoyar los golpes. Antes del tercero pido de nuevo la brea y vuelven a decirme: “No hay”. En eso veo que le arriman el cajón a Maravilla, atravieso el cuadrilátero, me lanzo en chinga a su esquina sin pensarlo. Sus auxiliares creyeron que lo iba a madrugar, pero no... simplemente me trepé a la caja y me unté brea que daba gusto. En cuanto pude sembrar las plantas en la lona, lo despaché. Me había preparado a conciencia, mes y medio en Popo Parck, alejado de las tentaciones, partiendo troncos con hacha, boxeando cinco asaltos diarios, dos con ligeros para desarrollar potencia y tres con moscas para adquirir velocidad”. Su bolsa fue de 10 mil dólares.

En febrero se sacude un fantasma que lo había intimidado y perseguido en sus pininos profesionales (Mirá, hijitío, ya nos adelantaron mil doscientos pesos, mirá): le gana decisión a Jorge Torres. Expone y conserva el título frente a Rogelio Lara. Desconecta en ocho a Kyu Chui Chang sin estar en juego la diadema. En agosto, embelesa a los migrantes mexicanos repitiéndole la receta a Maravilla Pínder en Los Ángeles, California. Había alcanzado la plenitud física total.

Nueve meses y diecisiete días duró su efímero reinado. En noviembre de 1973 le alfombran el camino de billetes verdes (120 mil dólares) y acepta rifársela en Sudáfrica, la tierra de Arnold Taylor. El destino le cobra una mala pasada. Anaya se había agotado de bombardear el cuerpo y la cabeza del retador con su izquierda prodigiosa, sin aparentes resultados. En el octavo episodio echa el resto. Por fin, la fortaleza sudafricana se agrieta, cae. Romeo se dirige a la esquina neutral. Habiendo iniciado la cuenta, el réferi Stanley Christodoulou la suspende. Con parsimonia va al rincón, le advierte a Romeo (en inglés) que no debe estar asido de las cuerdas. Luego, el réferi apela al lenguaje galáctico de las señas. Cuando Romeo logra traducir el mensaje, han transcurrido valiosos segundos. El réferi reanuda el conteo, Arnold se incorpora. Noquea en el decimocuarto asalto a un exhausto Lacandón.
- Me dolieron los negritos –lamenta Romeo-. El día anterior habíamos ido a invitar a Nelson Mandela. En correspondencia él nos mandó a una fiesta de su tribu donde bailaron danzas tradicionales. Nos llevaron en un carro blindado. Ai tengo la película en súper ocho. Nelson no asistió a la pelea, no fue pero mandó unos representantes. En la arena, de un lado estaban puros blancos y del otro puros boleados. Cuando tumbé a Taylor la negriza estaba eufórica. Lástima.

En mayo del 74, en combate valedero por el título universal gallo, versión CMB, Rafael Herrera exhibe, a lo largo de seis capítulos, a un Romeo Anaya en lastimosa condición atlética, vacío, pusilánime, huérfano ya del espíritu bravo, irreductible del combatiente. Sentado grotescamente en las cuerdas se rinde. Recibe la cuenta fatídica. Diez paladas que enterraban para siempre al boxeador chiapaneco más destacado en la historia de ese deporte, al kamikaze aborigen entrañablemente querido, al anémico orgulloso, al trampero suicida idolatrado, al niño descalzo empeñado en otear más allá de las nubes, al voceador humilde que se propuso ser campeón y no descansó hasta conseguirlo.
- Lo hice por dinero. Entré como sutituto y no estaba en condiciones físicas –reconoce Romeo-. Me dí pena a mí mismo. No debí perder de esa manera.

En 1992, otro chiapaneco, Víctor Manuel Rabanales, se convirtió en el decimotercer campeón mundial gallo mexicano al derrotar a Yonghoon Lee, en el Foro de Inglewood, California. El chiapaneco de estilo rústico realizó cuatro defensas victoriosas. Al año siguiente, en Seúl, perdió el fajín reconocido por el CMB, por puntos contra el surcoreano Jungil Byun. Sin embargo, no logró impactar en el ánimo de sus paisanos. Víctor Manuel luchó, subió, descendió y se marchó sin hacer ruido, sin provocar olas.

“Dice una frase famosa: “El hombre que nunca ha cometido un error en su vida es que nunca ha hecho nada en la vida” –filosofa Raquel Coutiño-. Torres Landa la regó como apoderado aceptando defender la corona en Johannesburgo. Romeo le dio una paliza a Taylor, pero al fin localistas, lo revivían no sé cómo, lo apuntalaban, cuando cayó le aplicaron una cuenta lentísima, larguísima... En el round catorce Taylor prendió a un Anaya fatigado y lo derribó para la cuenta definitiva. En ésta su segunda defensa perdió el campeonato.

Ahí empieza la debacle de Romeo, derrota tras derrota. Cuando peleó con
Rafael Herrera lo querían levantar y lo programaron en el Palacio de los Deportes. Romeo quedó colgadito de las cuerdas como un mono, riéndose de nervios porque ya no podía, gracias a que el señor se había ido de juerga, no una vez sino muchas veces y llegó sin condición física. De allí al tobogán.

Yo hice el favor de fungir hasta de palero, por ayudar a mi paisano. Ahora, como ya es entrenador del gimnasio que lleva su nombre (porque yo siempre estuve pugnando porque le hicieran un justo homenaje a Romeo Anaya), de su amigo Raquel Coutiño ya ni se acuerda. No para que me traiga dinero, para venirme a saludar. Se acuerdan más Rubén Olivares, Finito López, todos los que han venido a buscarme y no el que yo protegí... lo protegí y llegó hasta donde llegó porque yo exponía mi dinero y fue mi cabeza la que trabajó. Ojalá un día lea esto y sepa que estoy diciendo la verdad.

Pese a todo, sigo afirmando que Romeo ha sido el boxeador que mayores satisfacciones me ha dejado a lo largo de los 48 años que llevo en el boxeo, porque mira: Víctor Manuel Rabanales, el Rústico, fue campeón nacional y mundial, lo mismo que Romeo. Es más, yo aquí le organicé su primera defensa. Sin embargo, era un peleador gris”.

El Rústico nunca provocó la comunión con sus paisanos, con sus admiradores pese a sus plausibles esfuerzos. Al que nace para ídolo de gayola le caen los aplausos.

El reflejo de la sombra de Anaya sobre el entarimado sostuvo todavía veintitrés combates más. Fiel a su estirpe guerrera, ganó ocho. Todas por la vía rápida. Lo noquearon en nueve ocasiones. Oficialmente libró su última pelea en Matehuala, Guerrero. Un tal Rogelio Jiménez tuvo la osadía de dormir al anestesista por excelencia en uno.

Asegura que él nunca se retiró del boxeo: “Dejé de pelear y como dicen en los toros, hice la graciosa huida para no volver, porque me faltaron deseos, ímpetu para seguir con los duros entrenamientos.
-El dinero...
- Se esfumó. Mis “amigos” firmaban los cheques sin que yo me diera color. Lo que gané a fuerza de sacrificios y golpes, lo boté en Las mil y una parrandas. Soy alcohólico, aún no supero ese problema. En una ocasión el doctor Horacio Ramírez Mercado me dijo: “O te dedicas al boxeo o a la borrachera”. Dejé el boxeo que me dio todo por el vino, las mujeres y el canto.
- ¿Duele?
- Como todas las derrotas. Soy de quijada frágil, caigo a cada rato, pero siempre me levanto buscando el nocaut.
- Planes...
- Continuar enseñando a los jóvenes lo básico de este deporte. Antes lo hice en Veracruz y Michoacán.
- ¿No van a volver las hormigas en las venas, trampero?
- No creo. Estoy en mi tierra, tengo un gimnasio y un nombre que bolear.
- ¿?
- Sí, chainiar para seguirles sacando brillo y que nunca dejen de brillar.

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