domingo, 15 de mayo de 2011

4 LA CALCA DE UN SUEÑO

El gobernador Manuel Velasco Suárez hace su arribo a la plaza de toros San Roque, caldero en ebullición. Lo flanquea Carlos Loret de Mola, periodista, escritor, gobernador en funciones de Yucatán, invitado a la inminente lectura del informe. Velasco Suárez saluda sin entusiasmo a la multitud levantando a medias el brazo derecho. Chiflan unos escudados en la relativa protección de la masa informe. Otros aplauden. Un día antes, Coutiño y Anaya le habían corrido la cortesía. El doctor los recibió en su despacho del palacio de gobierno y les mostró la maqueta de lo que sería la Ciudad Deportiva que aún disfrutamos. El Turipache le preguntó si asistiría a la función:
- No. Soy neurólogo y por tanto el enemigo número uno del boxeo.
Rápido intervino Loret de Mola:
- Manuel, soy un añejo e incurable adicto al box. Y vine a Tuxtla porque tú me vas a llevar a ver la pelea.

El doctor acude a regañadientes. Los humildes, como los sabuesos leen con la nariz, ventean, olfatean los estados anímicos. Con frecuencia, los humores del cuerpo son más francos y expresivos que el rostro. Arrecia la silbatina. Los ocupantes de ring side se espantan el calor aplaudiendo con tibieza. Un bruto anónimo, alcoholizado, prepara, apunta y arroja una botella destinada a parar en la humanidad del gobernador. Para fortuna suya y desgracia de su colega, en ese preciso instante se pone de pie el doctor León Brindis, dispuesto a saludarlo. El proyectil le rebota en la cabeza. Hombre vertical –lo repetía a cada rato durante su administración-, León Brindis cae como regla. Como tronco abatido por la sierra eléctrica de los talamontes. Metido a redentor involuntario, sale crucificado, es decir, a bordo de la Cruz Roja. En el trayecto, las ristras de ocurrencia huérfanas del Manual de Urbanidad de Carreño:
-Consuélate, doctor, al pinche Pollo le van a pegar más duro.

Ya está Alfredo Meneses en el cuadrilátero, con las mentadas y silbatinas del respetable hasta la rodilla. Ya viene Romeo, se mira su reflejo en la marejada de gente que va levantando a su paso. Embelesados, sus seguidores intentan tocarlo, inyectarle fortaleza (¡Estamos contigo, campeón!). Los devotos se persignan, los manejadores espontáneos lo rocían de consejos (¡Izquierda, izquierda, hasta que nos diga papá, campeón!), las señoras lo bañan de bendiciones, deshojan a sus pies oraciones concebidas ex profeso para el carnaval de esperanzas. San Juditas Tadeo ha desaparecido de las gradas; amenazado por su captora, lucha por no morir aplastado entre dos pechos monumentales, mojados de sudor, trepidantes: “Cuando le alcen la mano a Romeo, te levanto el castigo”.

“No me la vas a creer, pero antes de experimentarlo sabía lo que iba a suceder esa tarde –jura El Lacandón-. Nos habíamos hospedado en el Hotel Humberto. Terminada la ceremonia del pesaje, tomé el licuado especial de naranja y las vitaminas. A las tres de la tarde les avisé a Torres landa y a don Cristóbal que iría a echarme un coyotito. Dormí profundamente. Cuando don Cris me sacudió y me dijo:
-¡Ya es hora, Romeo, vámonos!
-¿A dónde?-pregunté amodorrado.
-Al Fabuloso Reino de las Trompadas –bromeó-. A la plaza de toros, ni modo que a dónde.
-¿A la plaza? Pero si ya gané el campeonato en el tercer round. La gente estaba tan eufórica que de la plaza me trajo en hombros hasta acá.
-Ya no te no te sigas poniendo d’ese mentolato en el pechito, Romeo. Mira pa’llá.
En la otra cama estaba mi bata planchada, limpia, mi pantaloncillo lo mismo que mis demás arreos.
-Por Dios que lo vi, don Cristóbal, ya lo vi.
-Te creo. Te creo. Ora repite el numerito en el cuadrilátero para que a tus paisanos y a mí nos conste.
En los vestidores de la plaza, o sea en los cuartos simulados con unas mantas, mientras me colocaban el vendaje, yo repetía en voz alta mostrándole el puño izquierdo a Carlos Arenas, manager de Meneses, que me observaba: En el tercero, don Cristo, nos vamos a echar un pollito”.

Primer asalto.
La campana ordena el rompimiento de hostilidades. El público sabe que no habrá round de tanteo. Sería un trámite inoficioso. Uno y otro conocen al dedillo el arsenal de su adversario. El respetable monstruo devorador de uñas sabe que el Pollo Meneses es dueño de una más amplia variedad de armas. Pero de calibre menor. El respetable se mete con Meneses. Le advierte: “¡Alfredo, un Pollo no puede ser el rey de los gallos!” Romeo ha salido a bayoneta calada. Seguro. Masticando muelas. Meneses lo elude. Lo espera, lo desespera girando como un mayate en sentido contrario a las manecillas del reloj. De este modo le apaga la mecha a la siniestra del Lacandón. En el primer zafarrancho Romeo abanica una y otra vez con izquierda y derecha. Queda mal parado. Intenta recomponer la guardia, corregir el compás. Deja al descubierto fugazmente la mandíbula, y ante la incredulidad y el desaliento de 20 mil pares de ojos, se va a la lona. El respetable se lleva las manos a la mejillas. Desgrana Ramón Berumen la cuenta de protección. Romeo la sigue en los dedos del réferi mientras se afana por regresar del limbo. La plaza es un mar silencioso. Aferrándose a la semiconciencia, apelando a las triquiñuelas clásicas, el náufrago Romeo alcanza las playas del asalto.
Cunde la alarma.

Segundo asalto.
El Pollo mantiene la distancia. Se desplaza oportuno y ágil sobre el entarimado. Esgrime la izquierda cerca de la cara de Anaya y la suelta intempestivamente en forma de recto. Aquí está el Pollo al alcance del tirador. Cuando Anaya apunta el Pollo vuela. Izquierda-derecha de Meneses. El respetable especula: Anaya caza lagartijas con cañones. Cuando Meneses se detenga un segundo en la mira... ¡Boom!... ¡Adios Pollo cruel!... Además, Romeo domina ambas guardias. Los fogonazos del aborigen se pierden en el vacío. El Pollo coloca izquierda-izquierda al cuerpo del Lacandón. Hacia el final del asalto Romeo ha cimbrado a Meneses con la mano bendita. Ambos se dirigen a su respectiva esquina ensangrentados. Episodio para Romeo. La confianza vuelve a anidar en los tendidos: “Romeo, papacito, no nos vayás a dejar con la vergüenza”, le suplican las secuestradoras de San Juditas, devenidas chicharrones las faldas entre sus piernas .

El tercero en la frente, según San Romeo.
“Salgo y tatatatatá. Me puse vivo. Le conecto un gancho izquierdo a la mandíbula, un derechazo a la cabeza y se fue. Se incorpora, lo finto, no mueve la cabeza, no mueve nada, entonces le meto un óper y vuelve a caer. El desaparecido Ramón Berumen, el Bello, paró el pleito porque Meneses ya no quería saber nada de golpes. En ese preciso momento subió la gente al ring sin importarle pisar al noqueado. Apenas dieron tiempo al comisionado de fajarme el cinturón, me bajaron, y me llevaron en andas hasta el hotel. Fue hermoso. La calca de mi sueño. Lo platico y todavía se me frunce el cuero de la emoción”.

“En el primero nos sorbió la calma, en el segundo se repuso, empezó a emparejar las puntuaciones. En el tercero ensartó al Pollo, lo clavó, lo noqueó salvajemente y lo dejó listo para el retiro. El doctor León Brindis, que maltrecho y todo había vuelto a la plaza a chutarse completa la pelea, estaba feliz. La gente, pa’ qué te cuento: por primera vez los chiapanecos podíamos presumir un campeón nacional”, concluye el Turipache.

Viejos aficionados, sedicentes testigos presenciales, aseguran que individuos pagados por el Turipache, habían cucado, invitado y emborrachado al campeón. En ese orden. Lo habían llevado a su habitación, de madrugada, en calidad de arpilla papera. Un ex boxeador afirma que, afuera de la plaza de toros, minutos antes de la pelea, la madre y un hermano del Pollo Meneses apostaban cantidades considerables a favor de Romeo. José Rodríguez, alias Pepe Moreno, manager chiapaneco, confirma la versión: “Sí es cierto, me consta que los familiares del Pollo andaban apostando contra él. No porque estuviera arreglada la pelea sino porque sabían que Romeo pegaba durísimo, con marro. Le querían sacar ribete a la pérdida”.

“Fue una pelea derecha, claro que fue derecha”, reitera Coutiño.

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