domingo, 15 de mayo de 2011

1 ROUND DE SOMBRA

La idea de escribir un libro sobre Romeo Lacandón Anaya, chiapaneco, ex campeón mundial de peso gallo, versión Asociación Mundial de Boxeo (WBA, por sus siglas en inglés), fue circunstancial. Un decir. Abrumado por las evidencias, tundido a dos manos por los hechos en el cuadrilátero de los axiomas vitales, hace cinco años dejé de creer en el azar.

Si la memoria no me es –también- infiel, los acontecimientos se dieron así: mediado el mes de abril del 2004, visité a mi amigo Héctor Cortés Mandujano, director de Divulgación de la Secretaría de Educación en Chiapas. Pateando sin demasiado entusiasmo el bote del desempleo, fui a pedirle me permitiera colgar en las paredes de su oficina dos cuadros de mi autoría. Cuadros nada redondos, por cierto.

La necesidad es maligna consejera. Confiaba en que, a fuerza de mirarlas (la familiaridad, usted sabe), cualesquiera de los cultos visitantes de esa área educativa se enamorara de una o de ambas (s)obras -en el arte la bigamia no se proscribe, se recomienda-, y decidiera llevarlas a vivir consigo. Previo pago de una reducida dote al padre putativo de las mismas, claro. Héctor accedió sin tardanza.

- Fijáte, vos, que hace un buen, a Alfredo Palacios, mi jefe, le anda ronronendo en la cabeza la intención de escribir una novela, un cuento, no sé... un texto relativo al mundo del boxeo. Según él, desde chamaco es aficionado al box. Sé poco de eso, pero él aún recuerda peleas paleozoicas –comentó al momento de la cortesía dietética (café sin pan).
- Cojeamos de la misma pata –respondí-. Fui fanático del boxeo. En Zamora, Michoacán, llegué a participar en varios torneos navideños callejeros.
- ¿De veras?

Enseguida, compulsión característica de los individuos desempleados, neuróticos, solitarios, sometidos al flagelo de la depresión y el auto desprecio por lapsos prolongados, se me abrió incontenible el grifo oral de los recuerdos. Julio 8 de 1959. Me veo, me describo niño en los albores de la adolescencia, en la casa paterna. Me veo junto a mis hermanos Humberto y Eugenia María del Socorro, sentado en la escalera que conduce a la planta alta. En el marco de la ventana, un radio Telefunken verde. Del otro lado de la ventana los ronquidos ebrios, estentóreos de papá. El modesto aparato portátil, de plástico, narra los prolegómenos de la pelea Alphonse Halimi contra José Joe Becerra.

Humberto, el primogénito, querubín de ojos azules, cabello rubio ensortijado, trece meses mayor que yo, impasible escucha “rugir a los mexicanos que llenan de bote en bote el Fabuloso Foro de Inglewood”, dice el cronista Agustín Álvarez Briones. En esta función el tapatío está imponiendo récord de asistencia para un evento pugilístico. Eugenia María del Socorro, niña regordeta de cinco años, abre más los ojos que aguza los oídos. Emulando involuntariamente a los pugilistas cuando punzan con la mirada fija, sin el estorbo del parpadeo, el rostro de sus contrincantes, ella clava su mirada en el radio.

Suena el himno nacional mexicano en medio de un silencio obeso, húmedo, inmaculado. Mis hermanos y yo lo escuchamos de pie. Como se estilaba entonces, con el brazo diestro a manera de saludo a la altura del pecho. Siento, oigo el redoble de mi corazón. Humberto no trasluce jamás sus íntimos rejuegos. Concluido el himno, la emoción contenida rompe el dique. Más de trece mil cuerpos empapados de adrenalina estallan en vivas y gritos de apoyo al paisano, oriundo de Guadalajara, Jalisco. Más de trece mil. El número de habitantes de mi pueblo. “Algunos hombres y mujeres lloran, estrujados por la devoción al aspirante a sustituto del ídolo de ídolos”, dice el cronista.

El campeón Halimi, considerado por la prensa ultramarina “el gallo más resistente de Europa”, un cubo de carne compacta y músculos, posee una respetable pegada. Consta en su récord. A la fecha, ha sostenido 26 combates con una sola derrota. Ha solventado 15 de ellos por la expedita vía del nocaut. José Becerra, el retador, es un perro de presa si de acosar al enemigo se trata. Su poder de puños es letal, probada su resistencia al castigo. Pagó su derecho a disputar el fajín universal desmontando de obstáculos el panorama. Los últimos once rodaron a sus pies antes del límite. En febrero de este mismo año noqueó en diez asaltos a Mario D’Agata, esteta italiano, monarca destronado por Halimi. En abril fulminó a Billy Peacock en el capítulo inicial. Peacock había infligido la primera derrota profesional de su carrera a Raúl Macías. Nocaut en tres.

Ajena al barullo, ignorante de los nombres y palmarés de los gladiadores en turno, Eugenia María del Socorro se pregunta cómo un artefacto tan pequeño puede contener tal universo de personas, de sonidos, de insinuaciones, de provocaciones al vuelo, de sentimientos. ¿Quién los metió?, ¿por dónde?, ¿qué comen?, ¿quién los alimenta?, ¿a qué horas duermen?, ¿tienen padres?, ¿tienen hijos?, ¿de qué color son sus sueños?, se pregunta. ¿En qué país fabuloso nació Cri Cri, el grillo cantor?, se pregunta. Se pregunta de qué galaxia fantástica provienen los duendes de los cuentos sabatinos que, dependiendo de nuestro buen comportamiento, papá nos dejaba escuchar –única debilidad amorosa suya para con sus cachorros- a través de XEW, “La voz de la América Latina desde México”. Conozco con certeza los pensamientos y dudas de Eugenia María, la textura de su curiosidad porque, primero Humberto y luego yo, los habíamos experimentado recién.

La multitud azteca clama venganza. No olvida. No le perdona al argelino-francés haber humillado, meses antes, nuestro orgullo nacional disfrazado de Ratón Macías. Alphonse Halimi, a la sazón monarca de la Unión Europea de Boxeo, lo había tupido a guantazos. Agotados los quince asaltos de la pelea, la decisión de los jueces había sido unánime a favor del extranjero. El Ratón era un ratón zarandeado. El gato argelino le había arrebatado su porción del pastel, el reconocimiento de la Asociación Nacional de Boxeo (NBA). Era un roedor abatido en olor de idolatría popular, como nunca antes otro hubo. Ni después. Un Ratón con los pómulos averiados, con el ojo izquierdo cerrado y las magulladuras abiertas a causa de las continuas ráfagas de jabs, rectos, ganchos, combinaciones con ambas manos que le había encajado el monarca. Sin réplica.

El monstruo de las mil gargantas y escasa materia gris, ha tapizado el manto guadalupano de promesas a cambio de una victoria. Apoyada la barbilla en ambas manos, Humberto observa las peripecias de una araña en su tela afanándose por inmovilizar un insecto. Eugenia María del Socorro, Coco, cruza los dedos. Hace changuitos. Yo ofrezco a mi ángel de la guarda no volver a robar el pan de mis hermanos, ni envidiar los zapatos nuevos del prójimo, ni mentir si Becerra gana.

En el primer tercio del combate las acciones de los púgiles son parejas, de acuerdo a la narración de Agustín Álvarez Briones. Conforme a su crónica, las tarjetas de los jueces favorecen ligeramente al campeón. Del cuarto episodio en adelante, excepto algunos obuses que le explotaron entre cuello y mandíbula, en los costillares, José Joe Becerra conectó los mejores golpes en número, precisión y contundencia. Por fin, exhaustos los miles de asistentes a la arena y los millones de radioescuchas en todo México tras la vertiginosa sucesión de emociones, ocho siglos después de iniciada la batalla, el franchute se desploma para la cuenta fatídica. Nocaut efectivo a los tantos minutos y segundos del octavo round. Álvarez Briones se desgañita pregonando la hazaña –insólita hasta entonces- de un compatriota ciñéndose una corona mundial sin asomo de duda. Aunque la corona y el cetro perteneciesen al reino de Fistiana.

Los paisanos aúllan. Antes rugieron. El orgullo tricolor, privado de ocasiones para orearse en la vía pública, aprovecha el pretexto. “Seguramente México no dormirá esta noche. Sus calles y plazas se poblarán de mexicanos jubilosos, festejando el triunfo de la voluntad contra el destino”, declama Álvarez Briones en ese estilo suyo de frases breves, ampulosas, adictivas. Ojalá fuera gringo el francés, pienso.

Azuzado por los adultos, junto con mis condiscípulos de primaria solíamos escupir: ¡Sanababiche! (¡Son of bitch! / ¡Hijo de perra!) al paso de las interminables caravanas de gringos, veteranos de la segunda guerra mundial, en sus automóviles con remolque rumbo a Chapala. Era nuestra manera de protestar por la media república que nos habían robado, por el asesinato de los niños héroes, por la injusta persecución de que habían hecho objeto a Francisco Villa. Los libros de texto no mentían. A los franceses, en cambio, junto a mi general Zaragoza, los habíamos hecho trastabillar en los fuertes poblanos. Humberto ha decidido aplastar a la abusiva araña. Afónico, al cronista se le quiebra el chisguete de voz. Yo me he puesto a llorar sin ruido. Eugenia María del Socorro también por solidaridad fraterna.

- Además, conocía al dedillo la vida y milagros de Cassius Clay, Floyd Paterson, George Foreman, Rocky Marciano. Era fiel lector de Ring Mundial y del diario Esto, la biblia deportiva en color sepia, a mi disposición en la peluquería del Chino –agregué al cabo de mi relato-. Soy admirador de Rubén Púas Olivares, Ricardo Pajarito Moreno, Ultiminio Sugar Ramos, José Toluco López, Alexis Argüello, Alfonso Zamora, Edmundo Battling Torres, Roberto Manos de piedra Durán, Carlos Cañas Zárate, Eder Jofre, el Gallo de Oro; Efrén Alacrán Torres, Romeo Lacandón Anaya, Rafael Herrera, entre otros. Por alguna razón que no sabría explicar, puesto que aprecio la elegancia y la ciencia sobre el enlonado, he sentido una especial atracción por la trayectoria de los ponchadores, púgiles capaces de definir el combate de un solo golpe, de un hachazo como los verdugos patibularios. Aprovechando la estancia de Romeo en Chiapas, bien podría escribir su vida.
- Te atreves... -dijo Héctor.
- Me atrevo.
- Presenta el proyecto por escrito, dirigido al gobernador.

Así lo hice. Temprano al día siguiente, Héctor me llamó para informarme que el gobernador Pablo Salazar y Alfredo Palacios, titular de la Secretaría de Educación, habían dado su visto bueno. A partir de esa fecha, dispondría de seis meses para cumplir con la encomienda.

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