domingo, 15 de mayo de 2011

6 LA TIERRA LLAMA

“En 1967 vine a reconocer mi estado, mi ciudad, pero yo no tenía relación con mi familia, con mi gente, con mi papá, con mis hermanos. Estábamos olvidados. No nos habíamos visto desde mi partida a México con mi madre, siendo niño. Aquí conocí al Gallito del Ring, Raúl Anaya Grajales, mi medio hermano. Él era campeón estatal pluma. De buenas a primeras me dijo: “Carnal, ayúdame”. Llegamos a la Arena México y le pregunté con quién iba a pelear. Me contestó que con Ricardo Arredondo. Le advertí que era un rival muy duro para él, aunque, bueno, si tú eres campeón estatal podrías dar el campanazo, nomás cuídate, corre por las mañanas, entrena fuerte para que tengas una buena condición física. En verdad, Arredondo es hueso duro. Yo tenía una idea más cercana de las capacidades del michoacano, pues lo había visto pelear en las Arenas México y Coliseo del D.F. Así comencé a ir al gimnasio y auxiliar a mi carnal poniéndole los guantes, las vendas, trayendo y llevando cosas. Un día su sparring no asistió y me presté a boxear con él. En esa ocasión estaba Raquel Coutiño, el Turipache. Raúl me presentó con él. Una semana antes de la pelea mi carnal me dice:
- Hermano, ayúdame, ¿no? Ya me dijeron que practicabas el boxeo en México.
- Bueno, sí, lo practiqué a bajo nivel no a tu altura.
- Se trata de que me tires golpes para afinar la defensa.
Me subí y empezó a mandarme candela. Me dolió, me enojé y respondí en el mismo tono. Me acuerdo que lo sangré. Se enojó más y le ponía más pólvora a su golpes. Entonces el Turipache se trepó al ring y le pidió a Raúl que terminara la sesión.
-Este es un entrenamiento, no una pelea -le dijo.

Prometiéndome que no se repetiría el incidente me convenció de volverle a ayudar. De manera que seguí auxiliándolo hasta el día de la función. A la hora del pesaje supieron que no llegó un boxeador de Tonalá, programado a diez rounds en la primera de las tres estelares anunciadas. Hablaron entonces con Raúl para que me convenciera de suplir al ausente. Le dije lo que él ya sabía, que no tenía experiencia ni amateur ni profesional, que mi récord abarcaba sólo los asaltos que había cubierto ayudándole. Además, con lo que quedrían pagarme no me alcanzaría ni para los curitas. Por tratarse de una emergencia, me dijeron, recibiría un sueldo de quinientos pesos, que en esa época eran muy buenos, un dineral. Acepté. Como no tenía ropa adecuada, me prestaron unos zapatos enormes, de Tribilín porque no los había de mi medida. Los calzones, en cambio, me quedaban tan ajustados que en el primer cabeceo se rasgaron. Si no hubiera yo llevado trusas de manta habría presumido sin querer queriendo mi enorme aparato publicitario (je) y mis ignachitas.

Naturalmente, yo no tenía condición y me empezó a meter las manos el otro, me castigó fuerte, de modo que mi nariz ya parecía una llave de sangre abierta. Algunos pedían al réferi que parara la pelea. Terminó el round. Cagüila, improvisado como mi manager, me lavó la cara y me dio ánimos para que yo siguiera combatiendo.
-¡Ya lo tienes!, ¡Ya lo tienes!- me decía.
Ya lo tengo bombo a carazos y narizazos, pensaba yo. A este chango sólo le gano ahogándolo en mi propia sangre.
-¡Tírale, Tírale!, lo lastimas cada vez que le dejas ir la chueca- insistía Cagüila.
En el descanso del tercer asalto me bailaban las piernas y me quise rendir:
- Ya no puedo, Cagüila, ya no puedo, es por demás.
- Sí puedes, hasta a las izquierdas que le pasan rozando les hace gestos el ingrato, fíjate.

Por puro amor propio salí al cuarto round. Me cuidé de su derecha, sobre todo, y en una de esas, no sé cómo, le zampo un buen zurdazo en la mandíbula y se cayó. Ya no se levantó. Ese nocaut en el cuarto round fue mi debut y mi primer triunfo “profesional”. El nombre de batalla del chamaco era Campeche Blue, Campeche Azul. No aparece en mi récord porque entré como emergente. La Comisión de Box ni siquiera me tomó en cuenta. De hecho, en ese tiempo, las reglas eran letra muerta, todo se manejaba en corto, en familia, a ojo de buen cubero, al son que tocaban las conveniencias de los promotores y empresarios.

Subí al ring nueve veces más en diferentes escenarios. En Tuxtla Gutiérrez sostuve seis peleas. Además del Campeche enfrenté al Canguro Quiroz, dos veces a Alex Baena, al Changuito Ulloa y a Ballinas. Debido a mi inexperiencia, el Changuito me ganó la decisión. Alex, que era un pegador durísimo, me noqueó primero en el octavo y luego me ganó por decisión. Ballinas también me ganó decisión. Al Costeño Peña lo derroté. Esta pelea, 25 de julio de 1967, es la primera que aparece en mi récord profesional, las demás no, pero tengo que reconocer que me ganaron, no me gusta negar méritos a nadie. Luego salí a partirme el queso con otros más duros. En ese tiempo abundaban los buenos peleadores, curtidos. Enfrenté al Mochila Morgan en Tonalá, al Chato Castillo en Cintalapa, noquié en un asalto al Sequi Toledo, en Villaflores. Así, cuchileado por la necesidad económica, inicié mi carrera en los cuadriláteros. Irónicamente, yo me partía la cara pero no administraba el billete, mi papá se encargaba de eso. En una carta, mi mamá, que se había quedado en México, me llamaba, me reclamaba por qué después de casi un año no había regresado a la capital. Le respondí que no tenía ni para el pasaje y a vuelta de correo me dijo que ya me había enviado hasta cinco giros postales. Después me enteré que era mi papá el que recibía el dinero y me lo ocultaba con tal de que no me fuera. Mi mamá me escribía al domicilio de una tía, hermana suya.

En Chiapas duré alrededor de un año y anduve metido en el box pero de manera desordenada. El Turipache, empezó a interesarse en mí, me quería jalar con él pero para beneficio suyo, claro. Cuando le ven a uno cualidades –aunque uno sea el último en enterarse de que las tiene- luego luego nos miran como fabriquitas de dinero. El Turipache nunca cuidó la integridad física de los boxeadores, sólo cuidaba con mucho cariño su utilidad. Cuando descubría a alguien con potencialidades para ser figura, lo ponía a pelear donde fuera y con quien fuera, sin darle descanso, hasta que lo dejaba inservible, exprimido como los limones de marisquería. Y ese no era el caso, los exponía demasiado, los descuidaba, aún tiernos los enfrentaba con peleadores demasiado fuertes y experimentados. Imagínate, a mí, sin historia amateur, con apenas 10 peleas dizque profesionales, ya me quería poner con Jorge Torres, hermano de Efrén Alacrán Torres, ex campeón mundial mosca. Entonces Jorge era un peleador muy fuerte, que estaba creciendo porque su hermano, que había visto pasar sus mejores tiempos como boxeador, después de aquellas tremendas peleas con Chartchai Chionoi (perdió dos, ganó una), lo estaba asesorando, dedicándose a él. El generoso Turipache, me quería dar la oportunidad de treparme a los cuernos de la luna, según. Un promotor siempre consume a los peleadores en su beneficio. Mentira que el promotor hace figuras, las deshace... por lo menos en Chiapas. Afortunadamente escapé.

El Turipache le había echado maicito a mi papá. Mi jefe ya se sentía con demasiados derechos sobre mí porque según me daba de comer, cuando era yo el que aportaba toda la lana de mis peleas: quinientos del debut, ochocientos del Mochila, ochocientos del Chato Castillo, etcétera, y a mí me traía a puros piquitos de cinco, de diez o veinte varos. Y de repente,
no, pos que ya no hay, ya te la acabaste.

Presionado por Coutiño, mi papá quería convencerme de entrenar y
cuidarme para mi pelea con Torres. Un día llegó bien contento tratándome de hijitío por aquí, hijitío por allá. Malo, pensé, jamás me llama hijitío.
-Hijitío, mirá, aquí está el contrato, mirá: nos van a dar dos mil doscientos pesos y ya nos adelantaron mil cien.
¿Nos?, pensé.
-Felicidades -le dije-. ¿Va Raúl mi hermano a pelear con Jorge Torres?
-No, no, tú, tú, tú -me dijo.
-¡Ah, chingá! -exactamente no dije así porque en aquél tiempo yo no mentaba madres, era muy modosito-. No, yo lo que quiero es irme a México, ir a ver a mi mamá.

No sé si mi jefe estaba enterado, pero Jorge iba invicto. No era un gran pegador pero era aferrado y manejaba bien la izquierda al hígado, golpe con el que Efrén liquidaba a sus rivales. En cambio yo, sin manager, sin un programa de entrenamiento, sin un plan, era un epazote verde, una alfalfa verde, una verdolaga, un nopal (je). Eso no parecía importarle a nadie.
-Ya firmé el contrato y si te niegas a pelear me van a meter al bote -me dijo molesto mi papá.
-Lo siento, pero ese es problema suyo apá. Ora que si quiere solucionarlo, si usted firmó usted pelié. Primero debió preguntarme si estoy dispuesto a boxear. Y no lo estoy.
Tuvo que salir Raúl en defensa mía:
-No, papá, cómo lo va usted a poner con ese cuate, es muy duro. Aquí Romeo nomás ha estado rancheando, no son igual los conejos que los coyotes -dijo.
-Por lo pronto, yo me largo a México –dije.

Esa noche dormí en la casa de mi tía materna. Mi papá quiso impedir mi partida escondiendo la maleta con mi ropa. Mi hermano Raúl, más consciente, me acompañó a la terminal. Partí a México.

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