domingo, 15 de mayo de 2011

2 CERCA DE LAS CORTESANAS, LEJOS DEL TRONO

Tuxtla Gutiérrez, 31 de octubre de 1971.
Por primera vez en la historia mexicana del boxeo, Chiapas es escenario de una batalla por un campeonato nacional. También por vez primera, con la venia de la Comisión de Box del Distrito Federal (CBDF), regenteada por el escritor Luis Spota, un gladiador nativo intentará ceñirse la corona de peso gallo.

La plaza de Toros San Roque, habilitada como sede de la magna cartelera, regurgita de hartura. Reverberando en los tendidos de sol y sombra, en el coso tupido de sillas, diez mil aficionados con boleto pagado aguardan impacientes la aparición de Romeo Anaya, el Lacandón, hijo de Cahuaré, parido circunstancialmente en Tuxtla. “Mi madre María Antonia Malpica Vásquez, oriunda de Copainalá, Mescalapa, Chiapas, se alivió de mí en un hospital del barrio San Roque en esta capital –evoca Romeo-. Por eso muchos creen que soy conejo (1). En esa época, en la Ribera de Cahuaré no existían hospitales cercanos, como hoy. Las parturientas que tenían modo eran trasladadas a las hospitales o sanatorios de Tuxtla. Para las que no podían estaban las parteras que hacían el servicio a domicilio”.

En la parte más alta del graderío, un par de mujeres robustas, con el pelo recogido en trenzas ha encendido veladoras a San Juditas Tadeo. Raquel Turipache Coutiño, promotor de la magna velada boxística, artífice de este sueño convertido en realidad para sus coterráneos, pasea nervioso pero satisfecho. Sonríe al recordar el largo camino de desvelos, sobresaltos y frustraciones recorrido para lograr su propósito, debido a la inconsistencia de Romeo y a los errores de Cristóbal Rosas, su manejador. Invicto en veinte peleas, 17 resueltas por la vía rápida, esgrimiendo su terrífica mano izquierda en forma de gancho al cuerpo y a la cabeza, Romeo figuraba en el selecto grupo de los diez mejores gallos de México. La prensa deportiva se ocupaba de él cada día con más frecuencia. No le escatimaban tinta ni elogios. Los comentaristas aseguraban que entre Romeo Anaya y el cinturón gallo sólo mediaba una oportunidad. No importaba el nombre del titular, a Romeo le sobraba cloroformo para anestesiar a cualquiera. Bromeaban: “En óptimas condiciones físicas, el Lacandón es capaz de tirar a los gigantes de Tula”. En tipos pequeños, en páginas interiores, aludían los muchachos de la fuente al marcado fervor con que Anaya consumía alcohol y mujeres. Filtraban ironías: “Si el Lacandón abdicara a La Corona sería el rey indiscutido de los gallos”.

El hombre propone, Dios dispone, llega la ambición desmedida y todo lo descompone. Tentado por la generosa oferta económica, Cristóbal Rosas acepta enfrentar a su exitoso pupilo con Octavio Famoso Gómez. De guardia “equivocada”, costal de recursos lícitos y de los otros, correoso, inteligente, desgarbado, el Famoso suele meter en aprietos hasta a los púgiles más connotados. Es el prototipo del peleador incómodo, que los diestros llaman “apestoso”. Romeo se niega a aceptar el compromiso:

- Con ese güey no le entro, Don Cris. Es un marrullero, no muy bueno pero sí difícil.
- Pos no hay de otros y los que hay son más fuertes.
- Me vale madres que sean más fuertes. A mi me gustan los monos que se bajan de la bicicleta y se la parten derecho, abiertos, en mitad del ring. Los noqueo o me noquean. En cambio con los marrulleros no sabe uno a qué atenerse.
-No te va a saber ni a melón, Romeo. Cuestión de cerrarle las salidas, guardar la distancia, evitar que se amarre el cochino y ¡zoc, zoc,zoc!... meterle la izquierda hasta que la vomite. Tú bien preparado, el Famoso no te sirve ni para ponerle talco a tus zapatillas.

27 de junio de 1970.
Arena México del Distrito Federal.
La madrina fue de órdago. Sinfónica de nudillos. Tres caídas como Cristo en el noveno y el réferi decretó el nocaut técnico. Superman resultó mortal. Romeo perdía la pelea y su tranco invicto en el boxeo rentado. Y, por un rato, la de ocho en las secciones deportivas de los diarios.

“Cuando fui a pelear a Durango, con Armando Villa (marzo 9 de 1970), llevaba yo una larga cadena de peleas ganadas por nocaut y un empate. Mis bonos estaban arriba y el griego Parnassus, promotor del Foro de Inglewood se interesó en mi: “¡Oh, mexicanou, tú mochou, mochou ponch!”, me decía. Chucho Castillo iba a disputarle el campeonato gallo a Rubén Olivares en Los Ángeles. Viajé con ellos porque le servía de sparring a Castillo y estaba programado para intervenir en la misma cartelera. El doctor Gilberto Bolaños Cacho, titular de los Servicios Médicos de la Comisión de Box y Lucha del D. F., mediante un certificado de salud, autorizó mi salida. Pero resulta que tres días antes me notificaron los comisionados de Los Ángeles que no podía pelear porque estaba anémico. Pa’ que te des color de cómo cuidaban los médicos artilleros su carne de cañón. Se me cebó la oportunidad y volví a caer donde menos quería, en las garras de los Lutteroth, amos y señores del box y la lucha libre en México”.

Narra la leyenda enmascarada: En 1897, en Colotlán, Jalisco, nace Salvador Lutteroth González, patriarca de la lucha libre en México y fundador de la Empresa Mexicana de Lucha Libre. Llegado a la capital, ingresó en la escuela Fray Bartolomé de Las Casas, situada en la calle San Lorenzo, hoy Belisario Domínguez (Ironías te da la vida, Romeo, la vida te da ironías). Después pasó a la Escuela de Agricultura, pero la muerte de su padre, acaecida el 16 de septiembre de 1910, al cumplirse el primer centenario del grito de Dolores, lo obligó a buscar trabajo. Contaba trece años de vida.

La inquietud por introducirse al mundo de la lucha libre fue creciendo, y aliándose con Francisco Ahumada fundarían la empresa promotora. En busca de un local apropiado se entrevistaron con los señores Lavergne y Fitten, empresarios de boxeo en la Arena Nacional (Palacio Chino) sin encontrar respuesta. Lograron que Víctor Manuel Castillo les rentara la Arena Modelo, en ese tiempo prácticamente desmantelada. Hechos los arreglos necesarios, rebautizada con el nombre de Arena México, fue inaugurada el 21 de septiembre de 1933.

Un año después, don Salvador compró el billete 4242 y su cachito salió premiado con cuarenta mil pesos. Entonces emprendió la tarea de construir el Coliseo, inaugurado en 1943. En 1954 se despidió de la vetusta Arena México, iniciando la adecuaciones para dar vida a un local más grande, asentado sobre una superficie de 12 mil 500 metros, y cuya capacidad sería de 17 mil 678 personas. La flamante arena fue inaugurada en octubre de 1954

“Con la derrota ante el Famoso Gómez sufrí la decepción más grande de mi vida. Y es que, aun con mi racha de triunfos anteriores, todavía no me asentaba en el oficio, tenía dudas, me decía: Romeo, ¿qué chingaos haces en el box? ¿Pos no que te ibas a retirar? Peor me fue cuando vinieron los descalabros. Gómez me cortó la racha, el hilo a mi papalote y sentí deseos de tirar el arpa. Creo que me dolía más el amor propio, mi falta de carácter para decir no, para subirme a mi macho y mantenerme arriba topara en lo que topase. Yo no quería esa pelea. Ni pa’ bolearte los zapatos te sirve, me dijo el viejo... Me cantó la sirena. Le hice caso. Perdí la pelea y las ganas de seguir. Alguien me consoló: Ánimo, en la vida no todo va ser siempre correcto, hay fracasos dolorosos también, pero hay que saber apechugar y continuar en la lucha.

Entonces comenzó a brotar la falsedad de lo que es el mundo del box, de lo que es la condición humana, en otras palabras. Mientras estaba en la cumbre, en la azotea si quieres pero arriba, hasta se peleaban por contratarme. Incluso ya empezaban a quererme enganchar los apoderados. Después del fracaso los que antes me barbeaban ni me volteaban a ver. Sin embargo, no faltó quien me hiciera jalón y me llevara a placear”.

Al mal golpe buen linimento. Urgía restañar el prestigio. En menos de dos meses Romeo hace chuza con un trío de medianías. A diecinueve días de que el famoso lo inscribiera en la escuela de los seres humanos comunes y corrientes, viaja a Huatabampo, Sonora, y en un cuadrilátero improvisado a la orilla del mar, noquea técnicamente en cinco asaltos a Víctor Ríos, célebre en la antesala de su casa. “La neta, al principio se me estaba haciendo bolas el engrudo”, confiesa el Lacandón. En Tijuana le aplica idéntica dosis a Alejandro López (GKOT-7). En Ciudad Obregón se merienda un flan japonés: Hiroshi Ishibashi, a quien fulmina en el primero. La tarifa del Lacandón ha mermado: por despachar a Ríos cobra veintidós mil pesos. Poco, tomando en cuenta que su bolsa frente a Octavio Gómez había ascendido a cincuenta y siete mil, libres de polvo y paja, más un porcentaje sobre las entradas. Más el cuantioso bono extra de humillación. Porque las derrotas laceran, a veces son verdugos. Y siempre enseñan, a cambio de mantener el espíritu atento. Son maestras.
-¡Uta! Cincuenta y siete mil del águila por tragar brea –calcula Anaya-. Pensándolo bien no era tanta paga.

El debut de Romeo en Tijuana había sido un éxito rotundo. El estilo agresivo del chiapaneco y su descomunal pegada jalan tumultos. Si bien es cierto que el boxeo es “el arte de la defensa y el ataque”, el público digiere con trabajos a los estilistas y admira en cambio a los ponchadores como Anaya, los idolatra, los adopta, los siente sangre y carne propias. Valga la ilustración: En febrero de 1953, Nicolás Flores en Mexicali y Jorge Cox en Durango, habían muerto después de protagonizar cruentas peleas. El suceso motivó a Rafael Barradas, eterno secretario de la Comisión de Box y Lucha del Distrito Federal, a consignar en su libro Luces y sombras del boxeo: “...Aquellas muertes trágicas no eran más que la punta del salvajismo que se había adueñado del box en aquellos tiempos. Incluso la actitud del público había degenerado, cambiando la afición deportiva por un gusto morboso, que empujaba a los espectadores a disfrutar mayormente mientras más se pegaran, se destrozaran, se lastimaran los peleadores. Había otro factor: las apuestas. A nadie le importaba que ganara el mejor de los boxeadores sino el que pagara más a la hora de cruzar apuestas”.

En septiembre del mismo año, Chucho Morales es conmocionado por Ray Hernández y fallece, no obstante los esfuerzos médicos. Luego se sabría que Lupe Sánchez, su manager, lo había enviado al matadero enfrentándolo en desiguales combates a sus propios compañeros de establo, quienes lo habían golpeado de manera salvaje, días antes de su pelea con Hernández.

Muertos los niños..., a propuesta de Demetrio Vallado Portabella, el 12 de mayo de 1953, la CBLDF establece la cuenta de protección obligatoria para los boxeadores: El árbitro tendría que contar hasta ocho segundos estando de pie el boxeador, observar en qué estado se encontraba y dejarlo seguir en la pelea si, a juicio suyo, estaba en buenas condiciones.

La empresa de Tijuana decide repetir a Romeo. El escalón, el pichón designado se llama César Déciga. El gorilita reúne las características que acomodan al Lacandón. A Déciga le encanta fajarse, intercambiar mazazos de cabo a rabo del combate. Cristóbal Rosas y Anaya aceptan de inmediato. Desde el principio de la gira de “restauración”, habían planeado acumular un mínimo de cinco triunfos y, olvidado el sabor amargo del fracaso, retornar a las arenas grandes del centro del país o viajar a Estados Unidos. A fuerza de campanadas provincianas, pues, reconciliarse con las grandes bolsas.

El duelo feroz terminó en tres asaltos. Estando bajo la regadera de agua fría, después de la pelea, Romeo no recordaba los detalles: “Por más que me esforzaba no le daba al clavo. Me acordaba, sí, que iba yo ganando la pelea cuando de pronto me quedé dormido... je, je. ¡Me durmieron de sendo putazo!
-¿Quién ganó, don Cristóforo Colombo? -le pregunté a Don Cris.
El viejo meneó la cabeza.
- Báñate, luego platicamos -me dijo.

No sé si porque imaginaba que se había agotado el chorro de la paga o por mí pero el viejo se miraba preocupado. En Tijuana me practicaron un encefalograma. Salí bien. Bueno... salí como había entrado. En México el doctor Horacio Ramírez Mercado, que empezaba a desempeñar las funciones de Bolaños Cacho en el CBLDF, me sometió a otro. Sin novedad. Quizá se había fundido algún foco pero la instalación eléctrica estaba intacta”.
- Lo menos peor: Déciga te prendió exactamente en el botón y te durmió. Así, el castigo, el daño fue menor –le explicó el neurólogo.

Arácnido de urdimbres finas, lobo de colmillo retorcido, Raquel Coutiño culpa a Cristóbal Rosas del trompicón: “Sobre todo los promotores, pero también los manejadores, tenemos que ser más cautelosos, desarrollar la visión, saber confeccionar gradualmente las peleas con la velocidad y la calidad necesarias para elevar a un peleador. Yo no hubiera llevado a Anaya, en ese tiempo, a combatir con Déciga y menos con el Famoso Gómez. Romeo estaba clasificado entre los mejores diez gallos de la república, pero después de esas dos contundentes derrotas lo borran de la lista y queda un tanto olvidado”.

La opinión de Anaya refuerza la tesis de Coutiño: “Don Cristóbal se hacía bolas, no estaba muy enterado de los enjuagues del negocio. Él sabía de box porque había sido preliminarista, pero no de las truculencias que lo infestaban. Si yo que no soy joyero me encuentro una piedra extraña y me late que es valiosa... ¿qué hago? La voy puliendo y le va a ir saliendo más brillo pero sigo sin saber si es diamante o circonia o cualquiera otra piedra preciosa. Tengo que llevarla con un conocedor y él me dirá si vale o no vale. Pero si resulta valiosa me entra el miedo de que me la vayan a bajar, me entra el temor. Por eso Don Cris se ponía a la defensiva a ultranza. Yo tenía que decirle con quién sí podía o debía pelear y con quiénes no. Con Octavio, insisto, a Don Cristo le falló la tirada. Con Déciga, a mí me falló por confiadote y nalgasprontas”.

En marzo de 1971, retorna a los encordados. Convaleciente, debe tomar caldo de pescado antes de entrarle a las carnes rojas. En Acapulco despacha a Francisco Pino por nocaut técnico en cuatro. En la misma plaza, Memo Espinosa le dura toda la ruta.

“Regresa a la Arena México del D. F., ahora regenteada por Miguel de la Colina, para servir de alfombra a Mario Manríquez –asegura Coutiño. Manríquez pertenecía al establo de Lupe Sánchez y venía de aplicarle el cloroformo a un clasificado mundial en Honolulu. Su confianza y sus bonos estaban por las nubes. En cambio, los altibajos de Romeo, consecuencia de su adoración por las viejas y el dios Baco, no lo hacían confiable para los promotores. Lo aventaron en calidad de víctima. La víctima se deshizo de Mario Manríquez en dos episodios. Recuerdo haber visto esa pelea por televisión en Tres Valles, Veracruz, donde andaba de aventurero.

Cuando miré la facilidad con que Romeo vapuleó a un clasificado mundial, luego luego se me vino a la mente tratar de buscarle una oportunidad titular con Alfredo Pollo Meneses, campeón nacional de peso gallo. Pero no tenía dinero para ir a México. Entonces le dije a una amiga, a la que hacía poco le había regalado una televisión, que me dejara empeñarla... la televisión (je, je, je). Aceptó por las buenas (je). Era un sábado. El domingo me movilicé y dejamos en prenda el televisor por mil pesos.

Llego el lunes a la capital. Primero hablo con Cristóbal Rosas y le expongo mis intenciones. Lo convenzo de que el más malo de los campeones nacionales gallos es Alfredo Pollo Meneses, un jornalero de los encordados, que ni luce ni deja lucir, y al que Romeo le puede ganar fácilmente.

Después me dirigí a la Comisión de Box, ubicada en El Carmen, entonces jefaturada por el exitoso novelista Luis Spota, Rafael Barradas, Fernando Guevara, Chalano Aguilar y todos ellos. Los comisionados sesionaban los lunes a las cinco de la tarde. Cuando acabaron de tratar sus asuntos, Luis Spota preguntó:
-¿Hay algún visitante?
-Sí, está el señor Coutiño, promotor de Tuxtla Gutiérrez.
-Que pase.
Ante los periodistas de la fuente y los comisionados, dije que era portador de un cordial saludo de la Comisión de Box de Tuxtla... ni había llegado de Tuxtla, pero algo tenía que inventar para ablandarlos un poco ¿no?... Sabía exactamente lo que iba a plantear y que habría objeciones a mi planteamiento porque Romeo no estaba clasificado entre los diez primeros de la división. De acuerdo a los reglamentos estaba inhabilitado para disputar un título. Pero allí entra la astucia o la viveza de uno, ¿no? Había preparado una serie de argumentos para convencer a los comisionados, sobre todo a Luis Spota, que era un señor.

Tras el cordial saludo echo mi discurso y les digo: Señores, por primera vez en la historia del boxeo, Chiapas tiene un peleador que anda sonando fuerte. Con altas y bajas, pero acaba de ganarle a Mario Manríquez, vencedor de un clasificado mundial. Creo que ha hecho ciertos méritos. Vengo a suplicarles, a pedirles en nombre de la afición de Chiapas, que por primera vez se efectúe una pelea de campeonato nacional en el sureste. Les estoy rogando que le den una oportunidad a Romeo Anaya. Los comisionados estuvieron de acuerdo, pero al terminar mi discurso pidió la palabra Fernando Guevara, encargado de llevar las clasificaciones nacionales, un hombre muy preparado, muy metido en todo eso.
-Señor Spota, quiero refutar lo dicho por el señor Coutiño. Lo felicito por el entusiasmo demostrado pero definitivamente Romeo Anaya no puede pelear por el campeonato nacional pues no está clasificado. Además el señor Coutiño miente, nos está queriendo sorprender al afirmar que nunca se ha llevado a cabo una pelea de campeonato nacional en el sureste de la república. En Mérida ha habido muchas.

En ese momento decidí armar mi propia pelea de campeonato contra Guevara. Para calentar músculos y reflexionar en lo que serían mis argumentos, intervine dándole primeramente la razón a Guevara en lo que se refería a la no clasificación de Anaya. Pero puedo pelearlo con un clasificado, le dije. Además Romeo figuraba entre los mejores antes de caer en el bache.

Me lancé más a fondo: aquí están Víctor J. León, Ernesto Castellanos, Pascual Camarillo, Alberto Hernández, reporteros de la fuente boxística de El Heraldo, Novedades, La Afición, Esto. Yo les pediría que nos dijeran si recuerdan alguna pelea de campeonato nacional que haya tenido lugar en Mérida, en el sureste. Unánimemente dijeron: “No. Coutiño tiene razón. Cierto, Mérida ha tenido muchos campeones nacionales, ahí están Miguel Canto, Babe Solís, Nacho Escalante, nativo de Campeche, pero no peleas de campeonato”. Guevara no tuvo más que aceptar la opinión de los periodistas.

Gané el primer asalto, iba por el segundo: Señor Spota, con un poco de buena voluntad ustedes pueden clasificar a Romeo Anaya. Derrotar a Manrique no es poco merecimiento. Silencio. Luego me dice Spota: “Hágalo por escrito, verbalmente está autorizado”. Creo que allí gané la pelea por el campeonato nacional. Por eso cuando se coronó Romeo y en las peleas siguientes, al primero que buscaba el doctor José Luis Valenzuela, médico de cabecera de Anaya, era a Raquel Coutiño. Me decía: “Usted gana las peleas antes de subir al ring, gracias a usted estamos donde estamos”.

Consigo la pelea en mayo, o algo así, y la programo para octubre. Se trataba de darle tiempo a Romeo de prepararse bien. Yo todavía no había hablado con él, pero sí con su manejador Cristóbal Rosas, quien, por cierto, me metió en una trampa. Cuando antes de ir a la Comisión le platiqué mis planes, me dijo: “Consiga usted a Meneses, conmigo no habrá ninguna dificultad”. Le creí, porque después de todo yo estaba procurándole una gran oportunidad a un peleador paisano mío que andaba en la calle de la amargura.

Me comunico con Carlos Arenas (en paz descanse), manejador del Pollo Meneses, que había estado antes en Tuxtla Gutiérrez, y le hablé derecho: Señor Arenas, cuánto por el campeonato. Estoy intentando comprar un campeonato en buena lid, no una pelea chueca. Estoy comprando una oportunidad para un paisano, para que Chiapas tenga un campeón nacional. Yo sabía con certeza que Romeo le podía ganar al Pollo. Carlos Arenas sabía que ese combate podía ser el último de su muchacho. Los dos sabíamos que la combinación iba a ser un taquillazo.

Entonces me pidió cien mil pesos. En ese tiempo, todos los campeones nacionales, añádase Miguel Canto, lo máximo que habían cobrado era treinta mil y los retadores diez mil pesos. Pero en el estira y afloja consigo contratar al campeón más gris de todos, al que nadie quería ni promotores ni rivales por lo apestoso de su estilo, por setenta y cinco mil pesos. Estamos hablando de 1972, el dinero valía mucho más que corcholatas.

Cuando el bandido malagradecido de Cristóbal Rosas, Dios lo tenga a fuego manso, supo que tenía firmado a Meneses, se dijo: “Éste ya cayó”.
- Cuánto va a querer Romeo- le pregunté.
- Ah, pus dele... 60 mil pesos. Él es quien va a meter la gente.
- Sí, pero la va a meter si pelea con Meneses... ¡Sesenta mil pesos! Pos qué está loco o qué.
- Sesenta o no hay pelea.

Conclusión en tres letras: caí. Estaba obligado a pagar sesenta mil pesos al retador y setenta y cinco al campeón. Un récord. Tanto, que un día discutió fuerte conmigo Javier Hiriarte, periodista del Esto, en ese tiempo ayudante de Heladio Flores. Javier me preguntó si era yo promotor u orate. Le contesté que no me faltaba ningún tornillo, que el boxeo era un negocio, que estaba prácticamente comprando el título a mi paisano para orgullo de los chiapanecos, que no lo haría si no supiera que iba a redituar ganancias. Es mi dinero, no tengo socios, y no tiene usted que meter las narices, le dije. Las empresas de los Lutteroth eran monopolistas y los promotores independientes les sacaban ronchas.

De cualquier modo, las críticas me forzaron a exprimir el ingenio. Empecé a filtrar a los medios que, en caso de negarse Anaya, el Famoso Gómez disputaría el fajín al Pollo Meneses. Por supuesto, yo sabía que esa combinación no hubiera interesado ni a los seconds porque el box es pasión. Si el escenario de la pelea por el título es Chihuahua, forzosamente uno de los protagonistas debe ser chihuahuense. Vale lo mismo para cualquier plaza.

Finalmente, el sueldo de Romeo se estipuló en cuarenta mil pesos. Se signó el compromiso. ¡Pero Cristóbal cometía cada error!... Conste, Arcadio, estoy soltando la sopa porque me aseguras que todo esto quedará consignado en un libro que escribes sobre Romeo Anaya... Me dice Cristóbal un día:
-Oiga, señor Coutiño, ya está firmado todo, pero hay un leve problemilla, Romeo tiene un compromiso previo en Monterrey.
-No la chifle, me va usted a echar a perder los planes... ¿Contra quién?
-¡Ah, es con uno facilito, Chuy Rocha.
-En la madre, ya conozco sus facilitos. Con todo respeto, Cristóbal, si mete el choclo le prometo que mis chuchos van a desayunar coyoles rosados.
-Tranquilo, tranquilo ora sí ta’ fácil. La escaramuza le va a servir de preparación a Romeo”.

10 de junio de 1972.
Monterrey, Nuevo León
Cartelera de lujo: En la pelea de cinco estrellas, José Ángel Mantequilla Nápoles, cubano naturalizado mexicano, expone su cetro mundial welter (CMB) ante Adolphe Pruitt. La expectación despertada es enorme. Como se recordará, en 1969, José Ángel había bajado del trono mundial al norteamericano Curtis Cokes, poniéndolo fuera de combate en trece. Lo había retenido, en revancha directa, contra el propio Cokes y había salido airoso en sus defensas con Emile Griffith y Ernie López. A causa de una peligrosa tajada en el párpado izquierdo del Mantecas, el réferi había decretado el nocaut técnico favorable a Billy Backus, un primitivo pero tozudo retador de Canastota, USA, cercenando el efímero reinado del cubano.

En junio de 1971 inicia su segunda etapa monárquica, noqueando a Backus. Sale airoso con Hedgemon Lewis (GD-15), se libra en siete de Ralph Charles. Es el turno de Pruitt. Nadie pone en tela de juicio la capacidad de Mantequilla, para algunos eruditos el mejor welter de todos los tiempos, sólo equiparable al legendario Sugar Ray Robinson. Sin embargo, han menudeado en los medios masivos de comunicación los reportes en el sentido de que el carismático pelador es –también él- virtuoso con los guantes y con las damas en las pistas de baile, en las barras de los cabarés de medio pelo; bebedor contumaz, rumbero y morocho. De ahí la incertidumbre de sus seguidores.

En pelea de respaldo, un Romeo Anaya mentalizado, dispuesto a defender su opción campeonil con garras y caninos, enfrenta a Chuy Rocha. Sesenta segundos fueron demasiados para que Rocha desplumara las nacientes alas del chiapaneco. Puños de acero y mandíbula de porcelana, Romeo cae en tres ocasiones. Hércules de bolsillo, acorazado liliputiense, necio David queriéndose calzar en vano las zapatillas de Goliat, El Lacandón camina hacia los vestidores hecho un ovillo de rabia, bajo el abucheo pertinaz de los espectadores, de los medios de comunicación. De sí mismo. Su dignidad chamuscada garrapatea confusos pretextos:
- ¿Después de dormir a un clasificado... tres en uno, champion? –le pregunto en el gimnasio que lleva su nombre, en San José Terán, mientras alecciona a una parvada de muchachitos.
- De las tres caídas sólo dos fueron originales. Cuando según me iba a caer por tercera vez, me abracé de él y en el forcejeo me tiró de un descarado aventón. Beneficiaron a Rocha porque les convenía... como iba yo invicto... bueno, no, ya cargaba dos derrotas y un empate, pero... pa’ qué tanto brinco, ¿verdad?... Me surtieron en menos de uno, reportero.

(1) Conejo es el gentilicio coloquial de los tuxtlecos

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