domingo, 15 de mayo de 2011

5. LA INFANCIA VAGABUNDA

Martes. Tomé a pecho el papel de biógrafo deportivo improvisado. Al otro día de la entrevista con Héctor Cortés me lancé a San José Terán, a bordo de un destartalado y polvoriento autobús. Coincidió mi llegada con la de unos funcionarios del Instituto Nacional del Deporte y la Juventud (INDEJ). Un médico le hacía entrega de paquetes de vendas y tela adhesiva a Romeo. Me presenté con éste a la primera oportunidad. Le confesé mi veterana admiración por su trayectoria en los encordados. Grosso modo le expliqué el proyecto. Aceptó sostener conmigo tres o cuatro conversaciones grabadas de sesenta minutos cada una.
-Ya le estamos dimos dando –dijo en tono festivo.
-Como va –eché mano a mis aparatos como queriendo grabar.
-No, mañana. Después de este grupo de chamacos viene otro. No los puedo colgar. Mañana a las once.

Acudí puntual. De Romeo ni sus luces. Ni sus cuartos traseros, vaya. Maté el tiempo y el clamor de mis tripas observando entrenar a Melchor Cob. El campechano, dos veces campeón mundial de peso mosca, luce en forma espléndida pese a su veteranía. Hace ejercicios de calentamiento, rounds de sombra. Sus brazos se mueven a la velocidad de los pistones. Golpea los aparatos embutido en un mameluco de plástico. Melchor elogia las instalaciones: “En menos de la mitad de este espacio entrena Nacho Beristáin a una decena de bofes en México. Ha sacado como quince campeones. Más que ganar un torneo de guantes, a los chavos les interesa derrotar a los pupilos de Nacho”. Al desgaire deja entrever que prácticamente lo sacaron a rastras de su retiro para hacerle frente a Jorge Travieso Arce. Su última pelea, asegura.

Miércoles. “Chin, ni me acordaba, reportero. Voy de salida. Mañana”. Traducción: Soy un tímido de miércoles.
Jueves.“Estoy esperando que pasen por mí los del INDEJ, voy a la ceremonia del pesaje”. Traducción: Soy introvertido de campana a campana.
Viernes. “Me entrevistarán en la radio”. Traducción: Soy desconfiado.
Sábado. “Asistiré a la pelea de campeonato en las instalaciones de la Feria Chiapas”. Traducción: “Ya me sopearon, no me volverán a sopear”.
EL domingo descanso obligatorio, el lunes saldría a Tapachula y el miércoles, quién quita, a Comitán: “Andamos promocionando la práctica del box en el estado, reportero. Ni mocos. Ai estamos pendientes, ¿no?

Decidí avanzar de la periferia al centro. Cuando volví a verlo ya había entrevistado a varios personajes que, de una u otra manera, incidieron en su carrera, en su vida. Algunos aportaron valiosísimos datos: Raquel Turipache Coutiño, Neftalí Gordillo, Enrique Roque Martínez, Cagüila; Pepe Moreno, Elid Jimy Fernández, Tucita Campos, Óscar López Camacho. Otros, habiendo prometido solemnemente proporcionar fotografías, documentos o testimonios “al rojo vivo” cogieron las de Villadiego. Por fin, logré arrinconar a Anaya contra las cuerdas.
Le amputé las salidas:
-Mañana, reportero, había olvidado el compromiso.
-Campeón, el caldo de pollo que estoy cocinando huele rico, pero le falta el gallo. No hay que ser.
-Mañana, mañana. ¡Palabra!
-¿Palabra de promotor?... Campeón, con el material que he reunido podría concluir el libro, pero no tiene caso repetir como loro lo que en tantos medios has dicho. Para quienes te admiramos, tu trayectoria en los rings está masticada en exceso y digerida. Ya la bajé de Internet –le piqué la cresta.
-Mmh... quién sabe... Soy cincuentón pero he vivido cien años.
-Oír para creer –dije. En el patio de su cara, con plena ostentación y alevosía, le quité la etiqueta de la casa de empeño a mi grabadora. Quijada de cascarón, corazón de plastilina, registró el mandoble, se creció al castigo.
-Bueno, quince minutos...
-Quince.
Nos sentamos en el piso. Las jóvenes empleadas nos miraban curiosas.
-Si te sientes incómodo cambiamos de escenario.
-No, no. Si lo sabe Dios...

“Nací en Cahuaré, un 5 de abril de 1946. Cuando vine a ver, ya vivíamos en San Cristóbal de Las Casas, ignoro por qué motivo. Mi padre ya no estaba con nosotros. Tendría entonces unos seis años, la edad en que comienza a despertar la mente, hablo de 1952. Permanecimos ahí dos años y luego nos fuimos a Tapachula mi mamá y mi hermano Daniel. Allí, mi mamá, joven de veintitantos, desarrollaba cualquier oficio, cualquier actividad... hacía hasta lo imposible para mantener a sus hijos. Sólo tuve un hermano: Daniel. Mi relación con él fue muy apartada, distante, nosotros no fuimos una hermandad porque siempre buscamos en la vida... no sé... cosas diferentes. Él tenía su manera de pensar y yo la mía. Cada quien por su lado buscó su existencia, su subsistencia, por eso digo que nunca los hermanos tuvimos una hermandad. Daniel murió a los cuarenta y uno.

Después de doce meses en Tapachula otra vez empezamos a caminar, éramos como gitanos. En Arriaga duramos medio año. En esa época en Arriaga había mucho nucú, era un especie de plebe... de rabia de esos animalitos voladores. Mi mamá los recolectaba, los doraba y los vendía. Esa era otra de las maneras que se le ocurrían para darnos el sustento. De todos modos padecíamos muchas limitaciones, tal vez por eso yo pensaba sólo en comer. Siempre tenía hambre, tenía sed. Comíamos lo que había, tortillas, frijoles, nunca huevos ni carne.

El trato de mi madre hacia nosotros y de nosotros hacia ella, no era afectivo. Nunca platicábamos entre nosotros. Cuando empezamos Daniel y yo a talonear para cooperar con los gastos, apilábamos el dinero en las manos de mi mamá porque ella era la jefa. Yo salía a vender periódicos, a bolear, a buscar la manera de traer dos o tres pesos en la bolsa.

De Arriaga pasamos a la capital del país, Colonia de los Doctores, exactamente frente a la Arena México, donde actuaban Santo, Blue Demon, Tonina Jackson. El Médico Asesino, Rodolfo Cavernario Galindo, aquellos grandes luchadores... A propósito, cuentan que una tarde un aficionado le arrojó al Cavernario una víbora al centro del ring, Él la agarró, le dio una tremenda mordida y se la aventó en la cara a los aficionados de ring side, era cabrón el Cavernas... La lucha libre era el desahogo de la gente de barrio.

“México es un país donde la lucha libre tiene las condiciones ideales, y aquí entra toda la serie de estudios sociológicos y ensayos diversos que se han hecho al respecto, donde cuenta el grosor de nuestra clase popular, nuestro espíritu violento, nuestro realismo mágico prefigurado en atuendos y desplantes, en músculos y lances, en cabelleras y máscaras. La representación tiene un vigor que atrapa y se auto confiere dimensiones épicas. Rudos y técnicos son buenos y malos, personajes, actos y acciones con que lidiamos en cada jornada haciendo la lucha”. Raúl Alberto Criolo).

“Lo mismo que en 1943, 1946, y 1955, El Santo fue designado el mejor luchador de México. Era el año 1957. Lo recuerdo porque a los pocos meses de habernos cambiado del primer sitio a donde llegamos a vivir, oímos en la radio la pelea de Alphonse Halimi contra el Ratón Macías.

Llegando al defe lo primero que hice fue vender periódicos, cuentos,
revistas, chicles, chocolates, pepitas y todo eso en la calle. Por cierto, el famoso Regente de Hierro, Ernesto P. Uruchurtu, acababa de decretar una especie de toque de queda para los menores de edad: tenían prohibido callejear después de las diez de la noche, debido a que la ola delictiva estaba bien gruesa. Después de las diez se efectuaban razzias y detenían a todo aquél que tuviera menos de 21 años. Entonces la mayoría de edad empezaba a los veintiuno. A los chavos que apañaba la tiranía los trepaban a la Julia, una camioneta roja.

Una palomilla de chamacos en condiciones semejantes a las mías, íbamos a la plaza de Garibaldi y tendíamos la mercancía en el suelo, junto al Teatro Follies. En ese teatro se trasnochaba la gente de la época, aplaudiendo a Tin Tan y su carnal Marcelo, Manolín y Shilinsky, las hermanas Cúcaras, Carmelita González, Resortes. También bailaban nenorras con poca ropa. A fuerza de capotear, de evadir las julias, éramos toreros consumados a los nueve años. No era para menos, si la policía nos atrapaba perdíamos la mercancía y nos llevaban a un lugar que le decían La Regina, en las calles de Bolívar y Regina, precisamente. Era algo así como un hospicio. Ahí concentraban a los chamacos que pescaban en las razias.

La calle y la pobreza eran para mí una cosa natural, nunca me pasó por la mente ir a la escuela, por ejemplo. Sin necesidad de los libros yo me sabía manejar como pocos en el asfalto. Nunca hice comparaciones entre la vida provinciana y la de la gran ciudad. Apenas tengo conciencia de mis años provincianos porque entonces era un animalito flaco, tímido, cerrado, que ni siquiera sabía que podía estudiar. En México comencé a despertar, a perder la ingenuidad... En el defe empecé a pulirme, a dejar de pertenecer a la división de los superbrutos.

¿El box? ¡Uuuh! Tuvieron que pasar muchos años para que yo entrara en contacto con el boxeo. Cuando amainaba la venta de periódicos, me sentaba en la banqueta, así como orita, con los periódicos sobre las rodillas y me ponía a mirar a los que salían en las primeras planas deportivas: el Pajarito Moreno, Toluco López, Ratón Macías, Kid Azteca... los miraba, los miraba... pero como no sabía leer ni papa... nomás vicentiaba yo los puros muñequitos y pronto me aburría... pos sí, era como querer platicar con otro nomás mirándolo y que el otro nomás te mirara... Conocía los periódicos que voceaba, Esto, Ovaciones, La Afición, por los puros colores”.

Romeo no lo sabía. Esos diarios que no lograba descifrar, consignaban la institución del Fondo del retiro del Boxeador. El pleito del gorilita Enrique Esqueda con su manager Arturo Cuyo Hernández al que acusaba de haberlo “perjudicado en sus intereses económicos y en su carrera deportiva”. Comentaban escandalizados que a Babe Ortiz y al Toluco López los habían metido a la cárcel. Al primero por descontar a un noctívago en El Dandy, lastimoso centro nocturno, y al Toluco por idéntico motivo pero en antro diverso. Hablaban de la presencia de Jesús Martínez, Palillo, en las oficinas de la Comisión de Box, a donde había ido a informar a los bofes que la Mutualidad Deportiva por él fundada ofrecía un seguro de vida para todos. Festinaban la suspensión del Toluco (seis meses) por negarse a cumplir un compromiso firmado: pelear con el Pajarito Moreno. Hablaban de las sospechas de fraude en la pelea eliminatoria por el campeonato mundial mosca, que celebrarían en Mérida, Yucatán, Memo Díez y Danny Kid. Se referían a las amenazas que los manejadores Lupe Sánchez y Carlos Arenas lanzaban a los colegas que no se disciplinaban a los intereses creados de empresarios y manejadores. Destacaban en su sección de espectáculos el debut de Ricardo Pajarito Moreno en la pantalla de plata. Policías y ladrones es el título del largometraje dirigido por Alejandro Galindo (1956). Moreno desempeñaba el rol de El Cadillac, un humilde cuidador de coches frente a un cabaret. Reseñaban la visita de José Joe Becerra a Tapachula, Chiapas, donde el 31 de marzo de 1958 le había ganado decisión, en diez vueltas, a Héctor Agundez.

“Cuando me aburría de vender periódicos me metía de bolero ambulante. Los boleros registrados, que pagaban su cuota y se ponían la del Puebla, se distinguían por una gorra azul. El problema es que los más grandes nos quitaban nuestro cajón, las cremas, las grasas, los trapos y los cepillos. No eran pendejos. Nosotros usábamos unos cepillos grandes, de cerda, que comprábamos en unos callejones allá por el rumbo de Perú. Los boleros que estaban en la Alameda o en la zona central no podían comprarlos, entonces nos daban baje con la herramienta nueva. En aquellos tiempos no era fácil juntar treinta o cuarenta pesos para comprar un cajón con su respectiva herramienta. Perder en un rato todo eso era el peligro del ambulantaje. Y la misma Julia que nos recogía cuando vendíamos chicles y chocolates. Los tiras nos quitaban la mercancía (eran las órdenes de Uruchurtu) y a veces también el dinero que habíamos juntado, nos basculeaban (je) y teníamos que dejarnos basculear (je) con tal de que no nos remitieran a La Regina. Y luego, a empezar a ahorrar para reparar los daños.

A pesar de esos riesgos el oficio era redituable. Una boleada costaba normalmente cincuenta centavos, pero nos íbamos al centro y ahí encontrábamos a gente de traje que salía con su sombrerito. Los trajeados nos pagaban un peso. A veces los trajeados no se querían dar bola con nosotros porque no sabíamos bolear, decían ellos. Preferían pagar dos pesos, hasta dos cincuenta a los boleros fijos porque tenían silla y resultaba más cómoda la
chainiada.

Buscando el chivo me metía a las cantinas, a los restaurantes, a todas partes. Vivía para la boleada, no había espacio en mi cabeza para pensar otra cosa. De casi todo no sabía nada. A mis once años no sabía quién era el presidente de la república... Por años vendí la noticia sin percatarme quién era quién. Lo único que “leía” eran los magazines policíacos. Ahí si sabía quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Tuvo que venir el temblor del 57 para que yo experimentara un sentimiento antes desconocido: el miedo. Esa mañana había ido a recoger los periódicos a un lado de Cinelandia, cerquita de la Latinoamericana. En esa sala pasaban puras películas de Disney, el pato Donald, el ratón Miguelito... Eran las cinco o seis de la mañana. Ya tenía en mi poder los periódicos recién salidos, los calientitos, cuando empezó a temblar, a moverse la tierra y los edificios, a crujir el pavimento... la Latino se movía como una mecedora, como una rumbera.

Yo vivía en Meave y San Juan de Letrán. Me topé con mi hermano y juntos nos fuimos corriendo a la casa. Teníamos mucho miedo. Después supe que se había caído el Ángel de la Independencia. Regresé al periódico a las doce. Ese día, como nunca, vendí doscientos cincuenta periódicos. Por cada cincuenta periódicos yo ganaba cuatro pesos con cincuenta centavos. Gracias al temblor me gané en unas horas ¡veinte pesos!, incluyendo propinas, ¿lo puedes creer? Hablo del tiempo en que, como dicen los viejos (je)... los menos tiernos... se amarraban los perros con longaniza y no se la tragaban. Todo era barato, todo. En San Cristóbal de Las Casas, por ejemplo, todavía alcancé a gastar centavos de esos grandotes, dos centavos, los quintos y los dieces, las pesetas de plata, las monedas de cincuenta centavos que a veces eran de oro.

Con el capital del día me fui gustoso a la casa. Todavía no eran las siete y ya tenía treinta pesotes en la bolsa, de aquellos cero siete veinte de plata que... tin, tin... sonaban bien bonito. Poco estaba en la casa pero a mi mamá no la veía. Ella trabajaba dos turnos. Del turno de la noche salía amaneciendo, dormía un rato y salía a cubrir el turno matutino en la cocina de un restaurante chino, allá por Rosales, pegado a la Cámara de Comercio, cerca de la Lotería Nacional, casi para llegar a Puente de Alvarado. Pasaban días, días y días y no veía a mi mamá, menos que hablara con ella. Por eso en la familia fuimos muy distanciados, jamás estuvimos los hijos cerca del amor, del cariño, del afecto de los padres. Incluso mi hermano y yo nunca tuvimos un recreo como para identificarnos, que supiéramos lo que a cada uno le gustaba, lo que nos entristecía, que supiéramos lo que cada uno pensaba hacer en el futuro. Nosotros no hablábamos de futuro, hablábamos de hoy, de hoy, de hoy. Nunca decíamos mañana o por la tarde, porque no sabíamos qué podía pasar... hablábamos nomás de hoy, orita. Luego ya sobre la marcha acomodábamos el después, al rato, según pintaran las cosas. Nunca pensábamos en el después sino en el momento. Yo creo que esa fue la costumbre arraigada, vivir el momento. En el 57, las tragedias y los muertos me ayudaron a vivir bien a ratos, es la verdad. En el 57 muere también Pedro Infante y volví a ganar dinero. En setenta y dos horas me fue de maravilla”.

Los diarios que Romeo voceaba ofrecieron una amplia cobertura a la derrota de Raúl Ratón Macías ante Alphonse Halimi, en noviembre de 1957, y a su perversa secuela. El pueblo se negaba a aceptar la falibilidad de su héroe. Entre otros mitos inventados para paliar el fracaso, se decía que el FBI había tomado cartas en el asunto; que el promotor George Parnassus había apostado 250 mil dólares a los puños del Halimi; que el Ratón no daba el peso gallo y había concedido ventaja; que Pancho Coneja Rosales, sabedor de que Macías y su apoderado Luis Andrade se desharían de él concluido el compromiso con Halimi, lo había entrenado para perder.

“Me regresó la comezón, las hormigas en las venas y decidí trasladarme a otro lugar. En el medio en el que uno se desenvuelve , siempre hay un individuo que está agrupando, juntando, hay un líder. A este líder lo conocí en Garibaldi, era un tipo ya grande, yo tenía once y él unos veinte años. Nuca supe ni le pregunté su nombre, le decíamos Chino.
- Entonces que pasó, nos vamos o no nos vamos -me dijo un día.
- ¿Irnos? A dónde.
- A Guanajuato.
- Y qué vamos a hacer allá.
- A comprar Zapatos a León y venderlos aquí, a hacer negocio, güey, Los chavos menores no lo vimos en ese plan sino en el de la aventura y nos atrajo la movida.
- ¡Órale, Mexicano! -me decía Mexicano-. Vamos.
- N’hombre, lo sabe ni mamá y es capaz de encerrarme en Lecumbrerri.
- Cómo te va a encerrar en Lecumberri, güey, no tienes la edad... Te va llevar al Tribunal de Menores en Tacuba.
- Bueno, pues... ¿Y cómo nos vamos a ir?
- A puros aventones. Viajando de tramperos. En Tacuba vamos a esperar el tren que va para Pachuca.
En ese entonces yo estaba más despistado que los aviones del Escuadrón 201, no sabía dónde quedaba el norte y dónde quedaba el sur. Prefería pedir caridad que tratar de saber por dónde se iba uno al noroccidente... ¡uta!

Nos fuimos primero al pueblo de Santa Clara, por Lechería, y abordamos un tren carguero caminando. Cada quien agarró su vagón y viajamos arriba como ranas, como sapos. Total que nos descubrieron los garroteros y nos bajaron en Querétaro. Proseguimos pidiendo raids. Como estábamos chavos nos subían los camioneros que transportaban legumbres, y nosotros íbamos sobre las lechuga o los rábanos... No, aunque te rías, nunca arriba de los chiles ni de los pepinos porque no era temporada, reportero. En León los chavos preguntamos al Chino qué íbamos a comer, dónde íbamos a dormir.
- Pos hay que trabajar.
- Pero de qué o en qué.
- Echándole inteligencia –con los dedos hizo seña de robar.

Allí mismo me aparté del líder. Tuve que disolverme porque mi mamá me había dicho que no me juntara con gente mala, ladrona. Los malos le quitan sus cosas al prójimo, me decía, prefiero que camines solo. Me desafané, pues, y empecé a preocuparme por mi propiedad. No fue fácil. Tenía hambre, me fui al mercado y empecé a canastear. No podía con las canastas grandes pero le pedí ayuda a un cuate que alquilaba diablitos. Me fue bien. Las ricachonas te llegaban a dar cinco, diez pesos por canasta grande, de tal modo que llegaba a juntar buena lana, un dineral para mí. Hubo quien de un golpe me dio veinte pesos. Y más...

La misma noche que me aparté del Chino, espié al velador que andaba cerrando las cortinas de los puestos en el mercado. Antes de que cerrara la última, me escondí en el espacio que quedaba entre el pavimento y el piso de madera de un puesto de ropa. Era yo tan delgado que cabía al pelo. Luego levanté con el hombro las tablas y penetré al interior del puesto. Dormí tendido en el piso de madera. Ese fue mi penthouse a lo largo de dos meses. Al grado que ya sabía yo la hora en que tenía que despertar y salirme y me escondía en el bote de la basura para que no me mirara el velador. No me gustaba pero sabía que no tenía yo pecado porque no estaba agarrando nada Adentro no hacía frío porque ahí estaba la ropa. Nomás estaba ocupando el espacio pero lo volvía a dejar todo igual.

En una ocasión, había yo cargado cerca de diez canastas... sí porque había llenado dos camionetas. Andaba ya recogiendo chicles con la planta del pie derecho, de este tamaño era el boquete en la suela. Me acuerdo que usaba unas botitas como las del Chapulín Colorado, así chatitas. No sé por qué mi zapato derecho siempre se amolaba y el izquierdo quedaba nuevo. O me torcían los clavos, porque entonces las suelas de los zapatos no eran cosidas sino clavadas. En eso apareció una señora atascada de joyas y collares. Se me quedó viendo bien raro, de pies a cabeza y me dijo: ten. Me pasó dos canastas. Ese tipo de señoras acostumbran llevar en una canasta la carne, en otra las verduras, etcétera... ¿Vas a poder, hijo?, me preguntó, porque yo estaba totalmente anémico, pesaría unos cuarenta y cinco kilos. Sí, sí puedo ahí tengo un diablito. Al terminar, la señora me regaló cincuenta pesos, un ojo de gringa para que me comprara mis zapatos. No sabía qué hacer, nunca los había visto juntos, bueno, sí los había visto pero en bancos, en negocios grandes, no en mis mugrientas manoplas.

No recuerdo lo que me motivó a abandonar mi palacio veraniego, pero luego empecé a dormir en el tapanco de una casa grande. Le había pedido permiso al dueño. Pero aquí hace mucho frío, hijo. ¿Qué no tienes dónde dormir? Mentí. Le expliqué que había viajado en compañía de otros amigos pero me habían abandonado. Necesito juntar dinero para mi pasaje, le dije, no tengo donde quedarme. Me dio permiso y me facilitó una cobija. Duré seis meses. Al paso del tiempo empecé a extrañar a mi mamá, pero no podía regresar porque geográficamente no sabía ni en dónde estaba, ni a qué distancia del Distrito Federal. Como no sabía leer, menos. En lugar de arrimarme a México, me fui más para arriba, ahora a la ciudad de Guanajuato.

La cosas pasaron así: tenía puros amigos desechables, de un día o dos. Los dejaba porque no me gustaban sus ideales, su manera de ser. Y conste que yo tampoco sabía dónde estaba ni a dónde quería llegar. En el roce con las personas encuentra uno de todo, sin embargo, yo era tonto tonto pero no tanto como dicen, el mismo movimiento de los individuos y de las cosas, el estar al acecho de todo te va educando. El trato diario con las personas te hace adivinar, intuir digamos, de qué cosas están sobradas y cuáles no tienen ni podrán tener aunque quisieran. Lo que tu suponías que era una persona buena deja de serlo al rato. Entonces aprende uno a enfrentarse a la realidad, a defenderse.

Un día me encarrilé con unos de esos cuates desechables, porque era bien abusado, no tan maje como los otros y lo seguí a la ciudad de Guanajuato, otra vez a bordo de un trailer. Pero resulta que éste también era uña y estaba adiestrando a su grupo en esas artes. Eran dedos ágiles, de seda. Sin embargo, en eso benditos tiempos los carteristas no amagaban, ni lastimaban físicamente
a nadie.

Apenas llegué a la ciudad, opté por escabullirme. Decidí emplear otros recursos para sobrevivir. La suerte siempre me acompañó. Conocí a un profesor y a su pareja, me invitaron a su casa, me preguntaron si era huérfano, de dónde era yo. Les platiqué más o menos mi tragedia. Algo vieron en mí, no sé, que me tuvieron confianza, una confianza que nunca murió. Viví con ellos tres años. Yo hacía la limpieza, los mandados, cuidaba la casa y ellos me proporcionaban ropa, dinero para mis gastos y educación. Me enseñaron a leer, a escribir, a hacer cuentas.

Así como por ráfagas, algunas muy recias, cada vez más frecuentes, recordaba a mi mamá. Pero mis benefactores me consideraban su hijo adoptivo y no querían desprenderse de mí. Me hablaban muy filosóficamente y me prometían que muy pronto viajaríamos a México. Nunca cumplieron su promesa. Hasta que, de trece años, les dejé una carta dándoles las gracias por cuanto habían hecho por mí, diciéndoles que iba a buscar a mi mamá, que en equis lugar les dejaba las llaves. Me largué con los ahorritos que tenía... aparte de que los señores me daban mis domingos, el pasaje no era muy caro. Si en el 62-63, el pasaje de México a Tuxtla costaba treinta y seis pesos en la Cristóbal Colón, de Guanajuato al defe debe haber valido menos de diez pesos. Porque No quería cargar lastres. Salí con la pura ropa que llevaba puesta.

Nuevamente en la capital, la sorpresa: mi madre y mi hermano Daniel ya no vivían en la misma casa. En el restaurante donde trabajaba me dijeron que dos años antes se había ido, no sabían dónde podría localizarla. ¿Y ora qué hago? Pos claro, canastear en el mercado de San Juan, en la avenidas Chapultepec y Bucareli. Pero en el defe no puedes andar mucho trecho sin tropezar con una piedra. Los grandes no dejaban que uno canasteara. Entonces tenía uno que agarrar barco desde Chapultepec, ¿le llevo su canasta, señito?, para que no interfirieran los gandayas.

Pronto el destino acudió en mi ayuda. Un día pedí permiso para orinar en un taller mecánico que había enfrente del mercado, y al salir me pregunta un maestro:
-¿En qué la giras, chavo?
-Soy canastero en San Juan.
-¿Estás chambeando orita? ¿No? A ver, ven para acá, ayúdame -Me da una
cubeta y una lija-. Fíjate bien lo que voy a hacer.

Empezó a lijar, le estaba quitando el brillo a un carro que acababa de pintar. Hice lo que me indicó y al parecer lo hice bien. Al poco rato ya me había ganado quince pesotes y mi hotel particular: un carro viejo, amplio. Empecé a chambear como ayudante de pintor. Aprendí a aplicar el praimer, primero con brocha el praimer, luego aprendí a usar la pistola, a emplastecer, o sea aplicar emplaste para reponer el espesor de la pintura original, que no se note el desvanecimiento. Aprendí a estañar la lámina con autógena... porque antes los carros se estañaban, los carros de la época eran de lámina muy gruesa, del cuarenta, los de ahora no llegan ni a veinte.

Doce meses después de mi llegada al defe, seguía buscando a mi mamá sin encontrarla. Dos días antes de navidad, en 1960, al regresar del mercado me encontré a una señora que se me quedaba mirando, se me quedaba mirando, mirando.
- Niño, ven. ¿Te conozco?
- No sé.
-¿Acaso no eres hijo de la señora Teresa y te llamas Romeo?
- Sí, ¿cómo lo sabe?
- Eres un ingrato, tu pobre mamá está sufre y sufre y tú aquí.

Por ella supe que mi mamá trabajaba en Cuauhtémoc 60, un restaurante chino ubicado en las calles de Cuauhtémoc y Colima con variedad musical por las noches. Y allá te voy.
- Tú, ¿a quien buscal? -me pregunta el chino.
- A la cocinera Maria Antonia.
- Aquí sólo tlabajal una señola que se llama Telesa.
- Pos como se llame pero esa es mi mamá.

Después de tres años de no vernos, pasó como en las novelas. Mi madre ya me imaginaba muerto. Los chinos se conmovieron tanto que le dieron el día a Telesa, como le llamaban ellos, no sé por qué. Tú niño póltate bien, me regañó el chino a la salida.. Mi mamá y mi hermano Daniel vivían a la vueltecita, en Andrade y Carmona y Valle, donde está la Arena México. En casa le conté la historia a mi mamá, cómo había estado la movida desde el día en que me desaparecí, la segunda movida de mis estudios y de mi nuevo oficio. Para entonces ya no era aprendiz, casi era maestro, ya sabía cómo hacer los rebajos, conocía las pinturas que se aplicaban en las diferentes partes del metal y los elementos para rebajarlas. Antes las pinturas de cajón eran la Dupont y la Solub y se pulían a mano. Nosotros le quitábamos el poro para que quedara brillosa, y después aplicábamos la cera. Pero de repente nos pasábamos a la hora de la pulida y jaspeábamos la pintura. Después vinieron unas máquinas pulidoras con borrega, pero siempre se llevaba uno la pintura. Por eso teníamos que meterle al carro hasta quince o veinte manos, nos acabábamos un galón y medio de pintura y tres de thiner. Hoy ya no utilizan ni un galón, es rápido porque ya la pintura viene con todos sus condimentos. Todo eso sucedió en el 60, 61.

En el 62, pobres siempre y gitanos, nos mudamos de casa. Por cualquier cosa le dejaba de gustar a mi mamá una casa y buscaba inmediatamente otra. Lo hacíamos con relativa facilidad porque sólo teníamos un apilo de trastes, una caja de ropa, una estufa Beroa, con sus dos litrotes de petróleo y un anafre. Ese era nuestro mobiliario. En realidad, los departamentos eran cuartos amueblados. Costaban cien pesos al mes.

Me volví a desaparecer tiempo después, porque me fui a trabajar con un alemán. Allí fabricábamos toda clase de carretillas y rieles galvanizados para closets. Allí también, en 1963, empecé a tener contacto con el box. Invitado por mis propios compañeros de trabajo empecé a asistir a las arenas Coliseo y México. No faltábamos los miércoles y sábados de cada semana. Digamos que entonces comenzó todo para mí”.

Para Davey Moore todo acabó entonces, digamos. El 21 de marzo, natalicio de Benito Juárez, el cubano naturalizado mexicano, Ultiminio Sugar Ramos, le arrebató el campeonato mundial de peso pluma en 10 rounds. Y, a causa de las lesiones sufridas en combate, la vida setenta y cuatro horas después. Gajes del oficio, en 1962 las estadísticas elevaban a trece la cifra de boxeadores fallecidos por golpes en la cabeza.

“De los boxeadores de esa época que lograron destacar recuerdo al Halimi Gutiérrez, al Famoso Gómez, a Rubén Olivares, Vicente Saldívar, Ultiminio Ramos, Mantequilla Nápoles, Chucho Castillo... los vi iniciar su carrera, los admiraba, pero estaba muy lejos de sospechar que algún día iba yo a convivir con ellos, a intercambiar experiencias sobre el medio boxístico. Qué ironía, yendo a las arenas a apostar empezó a comerme el gusanito del boxeo.
-¿Qué pasó? -me decían mis amigos apostadores. Yo ganaba ciento cincuenta pesos con cincuenta centavos semanales.
- Pos yo coopero pa’la causa con cincuenta varos.

De a cincuenta tú, cincuenta yo y cincuenta el otro acabalábamos ciento cincuenta pesos para empezar el coyotaje. Éramos chiquiteros, teníamos que ponernos de acuerdo los tres para agarrar la buena. Cuando aprendí el negocio y los acuerdos no eran posibles, les dije presten acá mi dinero, me la juego solo. Aprendí a ver y oír lo que veían los coyotes que los aficionados normales no veían, a saber cuándo el pez chico se iba a comer al grande, cuándo iba derecha la flecha y cuándo no. En más de una ocasión puse a aullar a los coyotes. Claro que no siempre sucedía eso.

También empecé a prestar atención a los boxeadores, y me llenaba de ánimo cuando los dos chavalos se empeñaban en obtener la victoria. Me preguntaba qué se sentiría estar arriba de un ring, suponía que era algo muy difícil. Siempre salía yo con esa pregunta atorada y me la tragaba porque nunca se los decía a mis amigos, no sé si por vergüenza, por timidez o porque así me había yo criado en el rezago.

Nunca tuve la oportunidad de exaltarme por lo mismo, porque mi mamá, mi hermano y yo éramos huraños pero no porqué quisiéramos sino porque a lo mejor nuestras obligaciones nos hacían de esa manera. Entonces nunca podíamos hablar con nadie, con mis amigos sólo hablaba de puras tonterías y a mí me disgustaba eso, por lo mismo les ocultaba mis inquietudes, no tenía yo esa comisión de hablarles y decirles quiero ser boxeador, ¿verdad? Pero sí tenía el deseo porque me hinchaban de gusto esos cuates que se atizaban bonito”.

A lo largo del siglo XX y XXI, el boxeo profesional ha sido objeto de un mayor control por los distintos organismos nacionales e internacionales. Se han establecido normas muy específicas acerca de: la construcción del cuadrilátero (debe medir de 4.9 a 6.1 metros); el peso mínimo de los guantes acolchados (entre 170 y 227 gramos); el número máximo de asaltos (normalmente doce); la conducta de los árbitros y los jueces; definiciones y penalizaciones de faltas y sistemas de puntuación para decidir el vencedor de los combates que no acaben por fuera de combate (Nocaut o KO).

Los códigos definen también los motivos por los que un combate debe ser detenido por el árbitro para evitar lesiones graves en los contendientes que no han sido noqueados pero que ya no pueden defenderse por sí mismos al encontrarse en condición de inferioridad. Esta decisión está considerada en los registros oficiales como un nocaut y no como se entiende a menudo como un nocaut técnico (KOT), que ocurre cuando un boxeador no es capaz de acudir a la llamada de la campana para el siguiente asalto y reanudar la pelea. El combate se considera entonces terminado.

Aunque existen 17 categorías reconocidas de pesos, la mayoría de los boxeadores profesionales compiten sólo en ocho de ellas: mosca (50.7 kg, gallo (53.5 kg.), pluma (57.1 kg.), ligero(61.2 kg.), welter (66.6 kg.), medio (72.6 kg.), semipesado (79.4 kg.), crucero (88.5 kg) y pesado (91 en adelante).

Durante muchos años ha reinado una gran confusión en el mundo del boxeo profesional debido al número de organismos rectores. En 1962 la Asociación Nacional de Boxeo, formada en Estados Unidos en 1920, se convirtió en la Asociación Mundial de Boxeo (WBA). Esta organización reconoce campeones mundiales, pero más próximo a un organismo rector internacional se encuentra el Consejo Mundial de Boxeo (WBC), fundado en la ciudad de México en 1963, con el apoyo del presidente Adolfo López Mateos.

Rumiar el pasado es uno de los tantos artificios para digerir mejor el presente y hacerle estómago al futuro, piensa Romeo: “Pasaron el 62 y el 63, hasta que en el 64, alguien me dijo:
-Vamos a llevarte con un manager para que sientas el rigor.
-No, no voy a pelear tan rápido, primero tengo que aprender ¿no?
-No no no, ahí en ese gimnasio nada de que se va a aprender, en ese gimnasio vas a entrenar y luego luego te ponen a intercambiar madrazos.
-¡Aaah! -le digo- Aaaah! ¿Así sin saber nada?
-Sí. Mira cómo me dejaron la nariz.
-Ya vas.
-Vamos, vamos.
Me llevaron a los baños del Jordán y le dijeron a Cristóbal Rosas, mira éste es el chamaco que queremos... ¡chamaco, cuál chamaco si para el 64 ya tenía yo dieciocho años.
-¿Usted cree que todavía pueda, don Cristóbal?
-Pues vamos a hacer lo posible, todavía eres menor de edad
-Órale, vamos a empezar.

Fui tres meses a entrenar, me enseñó lo que se debe saber en el amateurismo. No es difícil. La misma gata profesional, sólo que en el amateurismo los golpes son por dentro: rectos, rectos.. je,je,je... ¿Sabías reportero que los ganchos son los golpes más peligrosos para cualquier bofe machín?
- No. ¿Por qué?
- Porque si avanzas con el recto por delante, te pueden meter un gancho y capaz te voltean... patas arriba... je, je, je.
- Jo, jo. Boxeando llegaste lejos, campeón –pruebo el counter-, contando chistes no hubieras llegado ni a ring side.
- También hay que tirar ganchos pero que se vean, que se desplacen bien, que luzcan, y todo por dentro, por dentro, no amarrarse, ese es el eje del boxeo amateur, hacerlo limpio, ondear bien el cuerpo lateralmente... pa-pa-pá... bailar... pa-pa-pá... salir.. pa-pa-pá. No ser mañoso. En el profesionalismo es a como te dé el saber: con la cabeza, con las rodillas, con los codos, con tocho. Esa es la diferencia, nada más. En tres más meses me olvidé del boxeo y me metí a trabajar otra vez. Me iban a meter al famoso torneo de los Guantes de Oro, pero dije: No, no quiero Guantes de Oro”.

En 1964 la CBLDF acuerda sugerir a los poseedores de un campeonato nacional que conquistaban un cetro mundial, renunciar al primero. El 23 de septiembre Vicente Saldívar puso en práctica la sugerencia, tras noquear sorpresivamente a Ultiminio Ramos en la plaza de toros El Toreo.

“Ya corría el año 65. Trabajé una temporada y continué yendo a las arenas México y Coliseo. Saldívar y Mantequilla eran campeones mundiales. Debutaba Rubén Olivares en el boxeo profesional. El Pajarito y el Toluco, provocando lástimas ajenas peleaban por gordas duras. El Toluco ya estaba tuberculoso y por hambre seguía en los piñazos. A mí se me acabaron de repente las cosas en qué pensar. Ya no quería ser boxeador, no quería trabajar. Entré en un ofsai ¿no?, un ofsai. No me interesaban las mujeres, no me interesaba nada. Yo no sé qué es lo que me agobiaba, iba por la vida a empujones. No sabía qué hacer y me fui otra vez de trampero al norte. Fui nomás porque alguien me dijo vamos. Porque siempre sentía como carbón prendido por dentro y tenía que desplazarme para enfriar el calor. Como los tiburones... si dejan de nadar se mueren.

Nos juntamos en Guadalajara alrededor de quince tramperos y cada quien agarró su vagón, era un tren larguísimo. Volví a cobijarme con el sabihondo, con el líder. Trepados en los vagones nos amarrábamos con el cinturón. Con el cansancio y el tras-tras-tras de las vías te puedes quedar dormido y despertar cuando el tren te haya partido en dos. Inicialmente íbamos rumbo a Mexicali, intentábamos pasar a los Estados Unidos. No me movía el interés de ganar dólares, me jalaba la aventura. Pero mi destino tenía otras ideas.

Me quedé en Caborca, Sonora. Nos bajaron. Estuve chambeando de ayudante en una panadería. Me enseñaron a cortar leña con hacha, a meter la leña al horno, a prender los fogones. Me acoplé con los dueños, un matrimonio ya grande. Me pusieron un nombre que no recuerdo, un nombre nomás para ellos, y en un rato me dejaron como responsable de la caja porque a los anteriores encargados les gustaba picarse los ojos. Al final del día: se vendió tanto y aquí están los billetes y aquí está el cambio. Mi mamá me había dicho: “Hijo, acuérdate: cuando veas un billete en una casa ajena, piensa primero que te están poniendo un cuatro, aventándote el anzuelo. Si encuentras un billete, una cadena en una casa que no es tuya, levántalo y cuando llegue la persona entrégaselo. Nada de que me lo encontré. En la calle puedes encontrarte lo que sea, nunca en casa ajena”. De algo me sirvieron los consejos de mi mamá porque veía el dinero en la caja y lo respetaba. Me tiraban besitos las monedas, me daban el pestañazo, me coqueteaban pero las respetaba. Los propietarios me consideraron honesto. El día que me despedí de ellos, me compraron ropa, zapatos. Pero ¿qué tal?, cuando gané el campeonato del mundo los fui a visitar al negocio donde una vez me dieron alojo, vestido y sustento.

Regreso a la ciudad de México en el 66. Mi ilusión de emular algún día a los boxeadores que admiraba se había sofocado. Ando alrededor de los veinte años, con las hormonas alebrestadas. Empiezan a rolar las muchachas. Tengo varias noviecitas pero soy un hombre sin oficio ni beneficio”.

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